Con el escenario político-social copado por las movilizaciones contra el proyecto HidroAysén y las protestas estudiantiles, han tenido escasa resonancia las condenas contra los comuneros mapuches sentenciados a brutales penas de presidio por el Tribunal Oral en lo Penal de Cañete y luego por la Corte Suprema. Esta última recalificó el delito de “homicidio frustrado” en contra de un fiscal por “lesiones menos graves”, y rebajó las penas por robo de madera. Pero en definitiva, Héctor Llaitul fue condenado a 15 años y Ramón Llanquileo, Jonathan Huillical y José Huenuche a ocho años cada uno.
Ni siquiera la huelga de hambre de casi 90 días de estos presos mapuches parece haber impresionado a la opinión pública y mucho menos a la inmutable “clase política”, absorta en los próximos juegos electorales. La sentencia de la Corte Suprema deja fuera de lugar cualquier otra iniciativa en el plano judicial. Tiene razón el presidente del tribunal, Milton Juica, cuando devuelve la iniciativa de solución al campo político. Los mapuches seguirán encarcelados si no hay una decisión en contrario del Poder Ejecutivo, vía indulto presidencial. Desde luego, ellos no dejarán de luchar porque no están dispuestos a rendirse ante la injusticia. Así lo indica la historia de ese pueblo que enorgullece a la nación chilena. En síntesis, la condena de Llaitul y sus compañeros es una vergüenza que debe ser corregida en el espacio que controla el poder político.
La sentencia judicial ignora el compromiso asumido por el gobierno en orden a no aplicar la Ley Antiterrorista. Aunque no se reconozca, se les está aplicando, ya que se aceptaron como pruebas las declaraciones de testigos “sin rostro” y las confesiones obtenidas mediante tortura. También el fallo deja en incómoda posición al arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, que avaló el acuerdo para poner fin a la huelga de hambre de 86 días que los comuneros mapuches mantuvieron el año pasado. El acuerdo apuntó a que un proceso “normal” exoneraría de culpa a los comuneros que reclamaban precisamente un juicio regular.
En el Tribunal Oral de Cañete el voto de minoría, de la magistrada Paola Schisano, estuvo por absolver a los imputados, por falta de pruebas. A juicio de la defensa, el proceso ha vulnerado la presunción de inocencia y la normativa internacional de derechos humanos que, conforme a la Constitución, es obligatoria para Chile. En este orden, tampoco la sentencia ha considerado el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que en caso de sanciones a integrantes de pueblos originarios señala que se deben privilegiar penas que no sean privativas de libertad.
La pregunta entonces es ¿cómo se ha llegado a este punto, que sólo puede radicalizar un conflicto entre el Estado de Chile y el pueblo mapuche cuyas raíces son más que centenarias? ¿Ha sido el fallo producto de un engaño del gobierno para no modificar la Ley Antiterrorista -que apoyan las empresas forestales y la derecha política-, y se prefirió que la Corte Suprema hiciera el trabajo sucio? ¿O fue la propia Corte Suprema la que prefirió actuar apegada a la letra y formalismo de la ley, desentendiéndose de su obligación de hacer justicia con cabal discernimiento de la verdad? ¿Qué papel ha jugado el Ministerio Público en este caso, y cómo responde a las acusaciones de manipulación de pruebas y testigos?
Florencia E. Mallon, historiadora norteamericana, estudiosa de temas indígenas, escribía a fines de los años 90, a propósito de los mapuches, que “cuando la memoria se impone con sangre, el abuso se hace costumbre”. Argumentaba: “Se reclama a los empresarios y usurpadores la racionalidad y la civilización y también se legitiman sus acciones, al integrarlas a la corriente superior de la historia llamada la modernidad. Los únicos propietarios de la modernidad, los empresarios wingkas -en realidad ladrones veloces y violentos (eso significa la palabra escrita en cursivas, N. de PF)- fácilmente construyen a los mapuches como neolíticos ignorantes que resisten el curso de la historia, pero tal construcción es la de una amnesia que se creó con sangre y abusos entre 1883 y 1990”.
La apelación frecuente a huelgas de hambre por los presos mapuches y sus familiares, demuestra la profundidad del problema. Ahora repiten la protesta porque entienden que frente a la injusticia e insensibilidad del poder político y económico, sólo pueden poner en la balanza sus propias vidas. En 1981, la primera ministra conservadora de Gran Bretaña, Margaret Thatcher, llevó a la muerte con obstinación criminal a diez irlandeses en huelga de hambre en la cárcel de Maze, entre ellos al joven Bobby Sands. A pesar de esa crueldad, los ingleses no avanzaron un milímetro en la solución del conflicto de Irlanda del Norte.
La huelga de hambre de los comuneros mapuches ha dejado de ser un tema judicial. Es un problema político y social, como siempre lo ha sido. Nada tiene que ver con el terrorismo. El mapuche es un pueblo que lucha pacíficamente por su tierra y por su identidad. El presidente de la República tiene pues la obligación de honrar su palabra y dejar en libertad a los presos, impulsar la modificación de la Ley Antiterrorista y negociar con el pueblo mapuche una solución para la deuda histórica del Estado.
El conflicto mapuche se suma a la acumulación de problemas que afectan al gobierno. La mayoría no tiene origen en su mandato y se arrastran desde los gobiernos de la Concertación. Pero la derecha ha demostrado no estar en disposición de escuchar las demandas populares. Prefiere el autoritarismo y las soluciones tecnocráticas que mantengan intactos sus intereses. Lo dejan en evidencia las decisiones adoptadas en política educacional y ambiental, que han provocado la movilización social.
La vertical caída de la popularidad del gobierno inquieta al empresariado. La Concertación, que a su vez aparece en las encuestas en situación calamitosa con 65% de rechazo, no está en condiciones de imponer sus criterios, nada distintos por lo demás a los de la Alianza derechista. El problema de fondo es que se registra una creciente desafección ciudadana respecto a la institucionalidad, sobre todo a los partidos políticos.
Debido a la inesperada irrupción de grandes manifestaciones públicas no controladas por los partidos, las estructuras institucionales se revelan carcomidas y resquebrajadas. Sus crujidos han llevado a resucitar a defensores profesionales del sistema. Es el caso del ex ministro y actual lobbista Enrique Correa, que -por cuenta de El Mercurio- propone un entendimiento gobierno-oposición que daría mayor gobernabilidad al país. Los afanes de Correa y otros especialistas en gobernar desde las sombras, entrenados para ello durante los 20 años de la Concertación, reflejan la preocupación de la clase dominante por la acumulación de conflictos sin cauce aparente de solución. Incluso sectores empresariales -como los exportadores de frutas- dan señales de malestar. Ortodoxos defensores del mercado libre, por obra y gracias del debilitamiento del dólar, se convierten en mendigos del Estado. Por eso El Mercurio, sempiterno padrino del modelo, desempolva a oxidados gestores políticos para que acudan en auxilio del sistema debilitado. Lo que ahora viene es el intento de crear un eje articulador -Democracia Cristiana-Renovación Nacional- que restablezca el imperio del binominalismo institucional, asegurando la alternancia de la Alianza y la Concertación. Mientras no surja una alternativa de poder que desafíe ese ordenamiento institucional, promoviendo más democracia y más derechos sociales, la suerte de este país -incluyendo al castigado pueblo mapuche- seguirá en manos de un puñado de empresarios que se valen de oscuros operadores para sus maniobras políticas y financieras. La firme actitud de los comuneros mapuches para rechazar la injusticia, debe ser un ejemplo inspirador de la lucha por una alternativa liberadora.
PF
(Editorial de Punto Final, edición Nº 735, 10 de junio, 2011)
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