Siempre que leo algo del historiador Sergio Villalobos negando por enésima vez la existencia de los mapuches en tanto pueblo y seres vivos, se me viene a la memoria el tío Domingo Curaqueo. Cada verano mi pariente migraba hacia el otro lado de la cordillera, siguiendo -nos decía siempre con un halo de misterio- una “ruta mapuche de siglos”. Niños nosotros, cuando nos contaba sus aventuras al pie del fogón lo escuchábamos con la boca abierta. Era nuestro héroe en la comunidad. Lo imaginábamos cabalgando hacia los grandes nevados, desafiando la fuerza de los elementos, doblegando con rogativas espíritus malignos mientras aseguraba el paso franco de interminables manadas de ganado hacia las pampas argentinas. O hacia el Puelmapu, la enigmática “tierra mapuche del este”, como prefería llamar al país vecino en su querido mapudungun.

Demás está decir que para Villalobos, Premio Nacional de Historia el año del “Quinto Centenario”, las historias del tío Domingo no resultan más que pamplinas, de seguro influencia de “indigenistas, antropólogos y políticos encubiertos que añoran la cultura vernácula, la existencia de indígenas puros y una lucha en todos los planos, que va desde la repartija de beneficios estatales hasta el terrorismo de encapuchados”. Así, textual, se refiere el senil historiador al libro “Cartas Mapuches del Siglo XIX”, del historiador Jorge Pavez, maravilloso compendio de correspondencia entre los grandes lonkos de la época con los presidentes y autoridades de las nacientes repúblicas de Chile y Argentina. Le molesta sobre todo que Pavez -en un arranque apasionado de marxismo, debe suponer- insista en usar el vocablo “mapuche” para referirse a nuestros bisabuelos. Lo que corresponde, señala tajante él, es el término “araucanos”. Corrijo; “descendientes de los antiguos y ya extintos araucanos”. Es decir, mestizos. O dicho de otro modo, chilenos de tomo y lomo. ¿Estamos, señor Pavez?

Aunque trato, me cuesta sentir mala onda con el tatita historiador. Sí reconozco que me molesté hace unos años cuando, en un incendiario editorial de El Mercurio, nos retrató como subnormales adictos al aguardiente, los caballos y las mujeres de los españoles. Imposible negar nuestra predilección por los caballos y sobre todo las mujeres de la ribera norte del Biobío. Pero lo del aguardiente me pareció gratuito y ofensivo. Casi racista. Y es que no conozco mapuche bien nacido que no aborrezca de tan vulgar bebestible del hombre blanco. ¡Si ni siquiera sirve para desinfectar heridas! Fea caída la del laureado historiador. Un poquito más de trabajo de campo y habría descubierto que es el vino y sobre todo la cerveza quienes la llevan entre nosotros. Y cuando digo cerveza digo Cerveza, con mayúscula, pues me refiero a la negra, a la nunca bien ponderada Malta, que espanta el frío, acompaña tardes melancólicas y suelta la lengua a la hora del nütram. O dicho en vuestra lengua, a la hora de “hacer que la palabra circule” (#comolesquedoelojo). Don Sergio, teclee F5 y anote: la Malta, no el aguardiente. Si los chilenos se declaran los ingleses de Sudamérica, aquí le presento a sus irlandeses.

¿Saben qué es lo más paradójico? Que en estricto rigor, Villalobos tan perdido no anda en sus teorías sobre la inexistencia ancestral de una “nación mapuche”. Diversos historiadores han dado cuenta de la ausencia del vocablo “mapuche” en la Colonia. Otras denominaciones, basadas en clanes y parcialidades territoriales, daban cuenta entonces de lo que éramos como colectividad. Y bueno, ¿importa un carajo eso en nuestros días? Hasta donde sabemos, “lo chileno” tampoco arrastra mil años. De hecho, acaba de cumplir 200. Si hilamos fino, Chile ni siquiera cuenta con mitos fundacionales, condición sine qua non para toda nación que se precie de tal. En eso, tan solo en eso, los mapuches les ganamos y por paliza. Qué decir a la hora del relato. Ya les conté al inicio del tío Domingo. Y sí, tiene razón don Sergio, el tío era un cuentero de primera categoría. Cada temporada cruzaba hacia Argentina pero no siguiendo una ruta mapuche milenaria. Lo hacía para trabajar como temporero de la fruta en el valle del Neuquén. Jamás, por cierto, cruzó a caballo; lo hacía en bus y cédula en mano por la Aduana. Esto lo averiguamos con mis primos ya siendo grandes. Pero hoy agradezco sus historias. Tal vez sin buscarlo, nos mapuchizó hasta la médula.

Y es que las naciones son eso, don Sergio; cuentos, mitos, relatos muchas veces inverosímiles de lo que fuimos para proyectar juntos un futuro posible. O en el decir de los académicos, construcciones subjetivas, comunidades imaginadas, un fenómeno propio de la modernidad, don Sergio, aquel tren al cual mi gente se sube sin mayor drama ni caldo de cabeza todos los días. He allí la mayor fortaleza de mi pueblo, don Sergio. Y he allí para usted su mayor derrota.