La condena actualmente en ejecución de catorce años de presidio contra Héctor Llaitul y ocho contra sus compañeros Ramón Llanquileo, José Huenuche y Jonathan Huillical, aplicada por una sala de la Corte Suprema, es una injusticia que avergüenza al país.

El juicio oral de Cañete contra los comuneros mapuche se realizó bajo la feroz amenaza, orquestada por la Fiscalía, de una condena a ciento cuatro año de prisión para Llaitul, por actividades supuestamente delictivas en las que no había hechos de sangre. Los colegiados del Tribunal, en decisión dividida, le aplicaron una de veinticinco. Frente a tanta severidad, catorce años de cárcel aparece como una pena reducida que, en la mentalidad de los tutores de esta indecencia, seguramente pudiera generar en la opinión ciudadana un estado de resignación y conformismo, cuando no de alivio.

La condena, en cualquiera de sus grados, sigue siendo, sin duda, injusta y moralmente inadmisible en su esencia, debe ser incansablemente denunciada y puesta en cuestión en Chile y fuera del país.

Se trata de un acto de autoridad encuadrado en una política global de Estado, fraguada durante varios gobiernos, que pretende invisibilizar como problema nacional las demandas del pueblo mapuche, criminalizarlas y reprimirlas a diario mediante la militarización del territorio. Esta odiosa perspectiva se ha plasmado con el beneplácito y sostenido aplauso de los voceros de los grandes intereses económicos que han tomado por asalto los territorios de la Araucanía. Forestales, mineras, salmoneras, empresas del rubro hidroeléctrico, hoy dueñas de crecientes extensiones de terreno y de sus aguas en esa región de Chile, abusan de los recursos naturales y ponen en jaque la existencia de comunidades mapuche y su patrimonio histórico y cultural.

Llaitul y sus hermanos, activistas destacados de su causa, fueron objeto de un aberrante doble procesamiento (en la justicia civil y militar) por los mismos actos supuestamente delictivos. El juicio oral de Cañete se realizó de acuerdo a normas de la Ley Antiterrorista, establecidas para juzgar delitos tipificados en ese cuerpo legal, pero tanto la acusación final de la Fiscalía como los fallos de las dos instancias judiciales no establecieron ningún delito terrorista. Curiosamente, mediante artilugios interpretativos, validaron un procedimiento que a todas luces no correspondía aplicar. Ignoraron la aplicación de tormentos a uno de los inculpados y avalaron la figura de los testigos anónimos, personajes que prácticamente no pueden ser cuestionados por la defensa.

Las injusticias que aquejan a nuestra sociedad y que enturbian nuestra convivencia son muchas y graves y todas ellas requieren visibilización, denuncia, reclamo, lucha organizada y políticas que las subsanen. Ninguna, sin embargo, tiene la carga histórica, moral y cultural que caracteriza los agravios cometidos para someter la rebeldía mapuche, entre ellos el juicio contra Llaitul y sus compañeros. Las arbitrariedades a las que me refiero, simple, lisa y llanamente, son una vergüenza para Chile y los chilenos, son atropellos de tal entidad que menoscaban el respeto a nosotros mismos y el que la comunidad internacional debiera tener por el país.

Tanta ignominia seguirá alimentando una justa y renovada indignación.

Por Jorge Arrate