El club de fútbol más popular de Chile lleva el nombre de un cacique mapuche, un centro comercial ubicado en un barrio elegante asume el nombre de la zona donde esos indígenas se concentran en mayor número, jóvenes de ambos sexos portan bolsos, mantas y adornos creados por indígenas o inspirados en motivos indígenas; al mismo tiempo, sin embargo, la expresión “indio” aun puede conllevar un brutal intento de disminuir, burlarse o derechamente insultar a quien se le endilga.

¿Cómo entender esa ambivalente actitud hacia la supuesta herencia indígena de lo que se presenta como la nación chilena? La pregunta se hace más crucial en estos días cuando el conflicto que ha llevado a una penosa huelga de hambre de 34 presos mapuches, alcanza su etapa de mayor peligro, cuando un desenlace fatal puede producirse en cualquier momento.


Mientras escribo esta nota la situación adquiría un nuevo grado de complejidad cuando los huelguistas por boca de sus voceros, agregaron a sus demandas el que a la mesa de negociaciones se sumaran representantes de los poderes legislativo y judicial, algo a lo que a este instante el gobierno se opone terminantemente. El argumento para esta súbita demanda mapuche se basa en que el propio gobierno ha indicado que una solución integral al conflicto no depende solamente de él sino también de la aprobación y modificación de leyes (legislativo) y del manejo de los procesos pendientes (judicial). La nueva demanda mapuche puede caracterizarse como un audaz paso, posiblemente acordado como efecto del creciente apoyo que la huelga de hambre ha despertado tanto a nivel nacional como internacional.


Estratégicamente, la exigencia puede considerarse también como una interesante movida por resituar el problema de la minoría no sólo como un diferendo entre este gobierno en particular y los mapuches, sino como un problema del Estado chileno con el pueblo mapuche, lo que a su vez traslada el plano del debate a un nivel diferente, uno en el que en definitiva, para tener resultados efectivos, sólo puede resolverse con un replanteamiento completo de la estructura del estado chileno, en otras palabras: la necesidad de enfrentar de una vez por todas el tema de una nueva constitución para el país, en la que – entre muchas otras cosas – se contemple la relación del pueblo mapuche con el resto de la sociedad chilena bajo un nuevo prisma.


Tácticamente sin embargo, la recién añadida demanda de los mapuches en huelga de hambre contiene un potencial peligro (en el caso que el gobierno la aceptara, claro está), y es que de producirse en estos días un desenlace fatal, si una mesa de diálogo conteniendo a representantes de los tres poderes del estado estuviera instalada, la responsabilidad del presente gobierno en tal desenlace podría verse diluida. En cierto modo, en la hipótesis de una desgracia (que realistamente no puede ignorarse) el gobierno podría argumentar que en el nuevo escenario la responsabilidad es compartida con los otros dos poderes del Estado y por lo tanto, de un modo muy poco elegante por cierto, lavarse las manos.


No cabe duda que observando el devenir de los acontecimientos en Chile y en América Latina en general en lo que hace a las relaciones entre sus gobiernos y los indígenas, el camino hacia lo que el actual proceso podría y debería conducir, es al replanteamiento del estado chileno como ya señalaba más o menos en la línea que han seguido países como Bolivia y Ecuador, los que redactaron nuevas constituciones que dieron pleno protagonismo a sus pueblos indígenas. Bolivia, específicamente, se reconfiguró como “Estado Plurinacional” con lo que además reconoce plenamente el derecho de sus comunidades indígenas a ser llamadas “naciones” ya que en los hechos cumplirían con los requisitos de las definiciones más aceptadas de “nación” (una comunidad humana con una historia y tradición común, una cultura propia, un idioma, y un sentido de identidad; otros requisitos como vivir en un territorio determinado y la mantención de una cierta línea ancestral pueden o no ser cumplidos a cabalidad).


Plantear a Chile como un “Estado Plurinacional” por cierto enervaría a muchos, principalmente en la Derecha, apegados a un modelo del estado chileno como unitario en el cual todos sus ciudadanos son chilenos, punto. La realidad del país sin embargo dice otra cosa, aunque sin duda el esquema básicamente tradicional y reaccionario de un Chile homogéneo es ideológicamente muy fuerte, incluso en sectores que podrían no ser definidos necesariamente como derechistas. El problema aquí sería ese nacionalismo superficial, fuertemente estimulado a propósito de las recientes festividades bicentenarias, por el cual – un poco al estilo de la consigna de la España franquista: “una, grande, libre” – se quiere hacer creer que Chile es una entidad social y política homogénea. Una falacia que se ha mantenido históricamente, incluso por algunos sectores progresistas.


Chile, como prácticamente todos los estados surgidos en el continente americano, fue básicamente una creación de su población criolla, esto es, de los descendientes de españoles nacidos en el país (en ese tiempo una colonia española) pero carente de derechos políticos, hecho que en última instancia los motivó a emanciparse de la metrópolis. Proceso no muy diferente al que impulsó a los descendientes de los colonos ingleses en las colonias de Norteamérica a sublevarse contra Londres y dar origen a Estados Unidos, el primer país independiente en el Nuevo Mundo. Estos criollos – abundantemente destacados en las recientes celebraciones patrias – en general no dieron mayor atención a la población nativa del país, aunque desde temprano recurrieron a ella como un valor simbólico, por lo demás en buena fe, porque al menos los más progresistas de ellos se identificaban con su espíritu de rebeldía, así el primer escudo chileno elaborado por encargo de José Miguel Carrera incluía a dos indígenas junto a la expresión latina “Post tenebras lux” (“Después de las tinieblas, la luz”) y la bandera argentina así como luego lo haría la uruguaya, incorporó una imagen del sol, un homenaje al dios Inti de los antiguos incas.


En lo concreto, sin embargo, lo “indígena” ha sido históricamente asociado con algo atrasado, inculto, primitivo, salvaje y poco sofisticado; a lo más se le ha dado cierto valor de pintoresco, exótico, folklórico y auténtico, pero incluso en las mejores caracterizaciones de la presencia indígena ha habido siempre la subyacente noción de que el “indio” representa lo “diferente” y en el contexto de una ideología de una mayoría dominante, incluso ese adjetivo aparentemente neutro, adquiere una connotación de cierta negatividad.


Asúmase pues esa diferencia con todas las posibles consecuencias que ella pueda tener. Si los mapuches y otras etnias de Chile como los aymaras del norte o los rapa nui son “diferentes” admítase que esa diferencia se basa en que efectivamente constituyen otras naciones. Inmediatamente alguien podrá saltar y decir “pero si la nación chilena es una sola, todos somos chilenos, aun más, los mapuches son los primeros chilenos…” Discurso asimalacionista a veces incluso asumido por gente de Izquierda. Pero no, la verdad es que los mapuches, así como los otros pueblos aborígenes del territorio hoy ocupado por el estado chileno, son una nación, una nación sumergida en un estado que tiende a sofocar esas distinciones, pero nación al fin. Uno haría bien en reconocer ese hecho. Nótese que el hecho de ser nación no significa que automáticamente ello les da justificación para constituir su propio estado-nación (si así fuera, debería haber algo así como 3 mil estados independientes en el planeta porque ese es el número de naciones que se ha contabilizado). Es perfectamente posible e incluso deseable desde el punto de vista de su viabilidad económica, social y política, que los estados hoy existentes puedan albergar a varias naciones. Por ejemplo Canadá, el país donde resido, alberga a una nación anglófona y a una nación francófona (esta última concentrada básicamente en la provincia de Quebec), además de ellas están las llamadas Primeras Naciones, los aborígenes de Canadá que también han llevado una larga lucha por el reconocimiento de sus derechos (recién se cumplieron veinte años de un conflicto por tierras en una región cercana a Montreal que incluso motivó al gobierno central a movilizar el ejército contra los indios mohawks, los efectos de esa crisis aun resuenan y algunos de los problemas que lo motivaron aun están por resolver, lo que ilustra de algún modo la difícil relación de los estados nacionales constituidos en las Américas y sus pueblo nativos). En principio sin embargo, creo que la solución no pasa por fragmentar un estado esencialmente democrático como Canadá (ni siquiera vale la pena mencionar la propuesta separatista de un sector minoritario de la población de Quebec, que es básicamente una demanda de una burguesía de habla francesa con un discurso etnocéntrico), sino mejorar la relación y dar a las naciones indígenas un rol relevante en la conducción de sus asuntos. Guardando las diferencias del caso, Chile y los demás estados latinoamericanos que aun no han enfrentado el tema indígena, también deberían crear las condiciones para que esas naciones aborígenes puedan desarrollarse con autonomía al interior de los estados ya existentes y que en principio no habría razón para tratar de desmantelar, procesos que por lo demás son dolorosos y fomentan nuevos conflictos como lo demostró la disolución de la Unión Soviética y en especial la de Yugoslavia (en verdad este último un estado artificial, creado por intereses británicos después de la Primera Guerra Mundial).


El conflicto mapuche en Chile, de no ser resuelto o de serlo a medias, inevitablemente fomentará un proceso que puede desembocar en algo mucho más grave y que – a pesar de no ser viable en este momento – lleve a algunos sectores de la población mapuche a plantear abiertamente una alternativa separatista. La idea de un estado mapuche independiente, una idea desorbitada que sólo fue articulada una vez en el fallido intento del francés Antoine Orelie I que se proclamó “Rey de la Araucanía y la Patagonia” en el siglo 19, puede cobrar nuevas fuerzas dos siglos más tarde y si no hay una respuesta adecuada para hacer de los mapuches miembros con iguales derechos y con autonomía al interior del estado chileno, en la formulación de un Estado Plurinacional, entonces a los mapuches así como a otras minorías (rapa nui por ejemplo) no les quedará otra alternativa sino iniciar una larga lucha por separar destinos de la nación criolla chilena. Un proceso que de ocurrir sería penoso para todos, pero que en la nación criolla también forzaría a tomar definiciones entre quienes quisieran guardar el status quo y los que quisiéramos tratar a mapuches, aymaras y rapa nuis, no como súbditos coloniales y ciudadanos de segunda clasde, sino como genuinos socios en un proceso liberador que la propia nación criolla y el estado chileno como, tal aun tiene que completar.