Restablecer el imperio de la ley, frenar la violencia y disminuir los altos índices de pobreza son prioridades que el Estado debe enfrentar de manera conjunta.

DOS “CUMBRES” -una sobre seguridad y la otra sobre temas sociales- ha realizado el gobierno en las últimas tres semanas para abordar los principales problemas que tiene la Región de La Araucanía, reconociendo acertadamente que no es posible resolver las carencias sin restablecer la tranquilidad en la zona, condición indispensable para el normal desenvolvimiento de las actividades y la aplicación de las políticas sociales propuestas.

Las acciones de violencia protagonizadas por grupos radicales, bajo el pretexto de reivindicaciones territoriales, amenazan cualquier posibilidad de mejoramiento de las condiciones de vida de quienes habitan en la zona, porque en la medida en que no sean controladas oportunamente se corre el peligro de que las actividades productivas abandonen la región y se reduzcan las oportunidades de empleo.

La realización de ambos encuentros es una positiva señal que demuestra el propósito de las autoridades de enfrentar los problemas endémicos de pobreza que afectan a esa zona del país desde hace décadas y definir medidas concretas que les den solución. Hace bien el Ejecutivo en tratar el asunto desde una perspectiva bidimensional que se haga cargo tanto de los aspectos de inseguridad que afectan a muchos agricultores y empresas que han visto amenazadas sus actividades debido a constantes tomas de fundos y ataques incendiarios; como también las postergaciones y condiciones de precariedad en las que vive una parte importante de los habitantes de la región. De acuerdo a los datos de la encuesta Casen 2011, la Novena Región registra un 22,9% de pobreza y un 5,3% de indigencia, los índices más altos del país.

Las medidas sociales anunciadas por el Ejecutivo, que están contenidas en el llamado “Plan Araucanía”, apuntan a tres ejes: económico-social, cultural y de seguridad. Entre las iniciativas que se han anunciado destacan el aumento de las becas educacionales, la construcción de cinco nuevos hospitales, el fortalecimiento del rol del Indap, la priorización del ingreso ético familiar y la concesión de zonas turísticas para que sean administradas por las comunidades mapuches. A estas acciones se suman aquellas destinadas a impedir el actuar de los grupos violentistas y entregar resguardo a las personas y predios que han resultado afectados por los ataques.

No obstante, resulta discutible el hecho de que el “Plan Araucanía” continúe con la política de entrega de tierras a la población indígena. A pesar de la significativa cantidad de recursos que el Estado ha comprometido para estos fines, esta política ha probado ser poco eficiente e incluso ha alentado la radicalización, al dar en muchas oportunidades prioridad a los grupos más exaltados. Por otra parte, la entrega de tierras no ha generado un cambio significativo en la realidad socioeconómica de la zona. Este programa no debería continuar, a menos que existan estudios que avalen su eficacia o determinen los cambios sustanciales que la generen hacia futuro.

La sociedad chilena no debe tolerar la segregación y el estancamiento económico y social que causarían en La Araucanía la tolerancia frente a la violencia de los grupos radicales.