Mi querido amigo Yves me hace notar algunas fisuras de mi magistral diatriba “¡Ya me tenís chanchito!”: algunos malos escritores sí se merecen el Premio Nobel y el premio, a su vez, se los merece. Estoy en un todo de acuerdo con el desacuerdo de Yves. Es verdad que en el furor de mi diatriba no quise ver todas las caras del prisma y solamente fijé mi cólera en la arrogante presunción de la Academia sueca de autoerigirse en Corte Suprema de la literatura universal.

Rige en estas latitudes una ley inapelable que se llama “Ley Jante”, que se resume en los siguientes mandamientos:

1. Du skall inte tro att du är något (No vayas a creer que eres algo).
2. Du skall inte tro att du är lika god som vi (No vayas a creer que eres tan bueno como nosotros).
3. Du skall inte tro att du är klokare än vi (No vayas a creer que eres más sensato que nosotros).
4. Du skall inte inbilla dig att du är bättre än vi (No vayas a creer que eres mejor que nosotros).
5. Du skall inte tro att du vet mer än vi (No vayas a creer que sabes más que nosotros).
6. Du skall inte tro att du är förmer än vi (No vayas a creer que eres más importante que nosotros).
7. Du skall inte tro att du duger till något (No vayas a creer que tú sirves para algo).
8. Du skall inte skratta åt oss (No te vayas a reír de nosotros).
9. Du skall inte tro att någon bryr sig om dig (No vayas a creer que alguien se preocupa por tí).
10. Du skall inte tro att du kan lära oss något (No vayas a creer que tú nos puedes enseñar algo a nosotros).

Es en cumplimiento de esa ley inviolada e inviolable que se han establecido los cimientos de ese pomposo ritual por el que, cada año, se renueva el principio dogmático de una superioridad racial e intelectual que, precisamente por ser dogmático, no necesita demostración. Vistas las cosas desde esta perspectiva, el otorgamiento del codiciado premio a personajes dudosos o mediocres refuerza y consolida la autoridad del Tribunal Supremo tanto como la concesión del diploma a verdaderos genios de la literatura: lo que interesa, en ambos casos, es la ratificación de la potestad de juzgar y de dictar sentencias inapelables, no importa cuán absurdas sean. Hay en esa ceremonia algo de aliento divino, olímpico, como una emanación del Consejo de los Dioses, que se extiende como un manto de imposición imperial sobre las muchedumbres absortas de lectores. Diría más: las sentencias injustas, bien administradas, fortalecen y consolidan el poder arbitrario del juez (y su prestigio), del mismo modo que otorgar a un caballo el título de Cónsul certifica dramáticamente el poder absoluto de Calígula.

Pero el prisma tiene otras facetas y otras aristas: los premios se negocian, se niegan, se retrasan, se dosifican, según cálculos y conveniencias que a los ojos del gran público se presentan como designios insondables. Mark Twain es condenado al rincón de los olvidados, en apariencia porque es “solamente” un humorista (¿como Cervantes, tal vez?), pero en realidad porque es un socialista que denuncia las horrendas masacres, mutilaciones y torturas a que está siendo sometida la población del Congo por parte del rey Leopoldo de Bélgica, con la ayuda entusiasta de mercenarios suecos y de todas las monarquías europeas. Por la misma razón será castigado con la indiferencia y el desprecio Józef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, más conocido como Joseph Conrad, autor de “El corazón de las tinieblas”, que es el corazón del Congo. Otro socialista, August Strindberg, será repudiado a causa de sus irreverencias, en especial por su terrible libelo “Det Nya Riket” (“El Nuevo Reino”), feroz requisitoria contra la sociedad sueca reaccionaria, aristocrática, hipócrita y farisea de la segunda mitad del siglo diecinueve. Una Academia germanófila y racista rechazará sistemáticamente a Sigmund Freud y a otros notables escritores judíos, entre los que sobresale Franz Kafka. Proust será “decadente”, James Joyce “degenerado”. Ninguna de estas afrentas contra la literatura universal obedece a la ignorancia o a la incompetencia de los académicos, no. Ellas son fruto de la prostitución política de la Academia.

Sobre este trasfondo, los aciertos han servido para darle brillo y esplendor al premio. Bien miradas las cosas, no han agregado más brillo y esplendor a los premiados. Y es por esta razón que resulta bizantino discutir si los premiados “merecían” o “no merecían” el galardón. Discutir los merecimientos de los agraciados es legitimar la impostura del tribunal.

Vivimos en una época sombría pero ya se vilsumbran destellos de lucidez: los habitantes de este planeta comienzan a cuestionar viejos valores, tradiciones obsoletas, conceptos retrógrados. La “Ley de Jante” comienza a tambalearse y el simple y sencillo ciudadano del mundo comienza a decirse a sí mismo:

Sí, soy algo;
sí, soy tan bueno como cualquiera;
sí, soy más sensato que los jueces prevaricadores;
sí, soy mejor que los detentadores del poder;
sí, sé más que los sabihondos arrogantes;
sí, soy más importante que los fatuos;
sí, yo sirvo para algo noble y justo;
sí, me río de los imbéciles solemnes;
sí, millones de mis prójimos se preocupan por mí y yo me preocupo por ellos;
sí, yo puedo enseñar algo a quien quiera aprender algo nuevo;
sí, yo conozco el valor de mi dignidad inalienable e intransferible.
Vengo del corazón de las tinieblas y voy hacia el corazón del mediodía.