De mis tiempos de estudiante en Córdoba (Argentina), conservo con deleite una expresión muy usada para significar que a uno ya lo tienen hasta la coronilla con algún asunto: “¡Ya me tenís chanchito!” Y lo digo entonces a lo cordobés: Ya me tienen chanchito con eso de “se merece” o “no se merece” el Premio Nobel. ¿Es bueno, excelente? Ah, entonces “se merece el Premio Nobel”. ¿Es malo, bobo, mediocre? Ah, entonces “no se merece el Premio Nobel”.

Ya he dicho muchas veces que el Premio Nobel no valdría nada si no fuera por los diez millones de coronas suecas. Un premio de Literatura que se le da a Winston Churchill y se le niega a Jorge Luis Borges no vale un carajo.

No me importa si García Márquez “lo merecía” o si Vargas Llosa “no lo merecía”, ese no es el problema. El Premio Nobel no se merece a García Márquez ni a Vargas Llosa ni a Asturias ni a Octavio Paz ni a Gabriela Mistral, y ni siquiera se merecería a Corín Tellado si a los miembros de la Academia se les hubiera pasado por sus académicas neuronas la idea de otorgárselo.

Que cada uno lo reciba, como los mencionados, o lo rechace, como Jean Paul Sartre, es cosa de cada uno y ojalá le aprovechen los diez millones de coronas suecas, si es que lo recibe. A mí que me lo den, ya verán cómo lo recibo y me chupo los diez millones en vino tinto de Rioja o de Navarra, que son los que me gustan. Hasta soy capaz de estrechar la mano virginal del rey, yo, que soy republicano.

El asunto no es si yo merezco o no merezco tal premio. El asunto es si la Academia Sueca me merece a mí, o no me merece.

¿Por qué están siempre mis amados colegas pensando como Gunga-Din, ese asqueroso cipayo de los colonialistas? ¿Qué diablos tienen los señores académicos suecos, que se sienten autorizados a asumir el papel de jueces supremos de la literatura universal sin saber ni swahili, ni congo, no yoruba, ni español, ni japonés, ni chino, ni árabe, ni guaraní, ni persa, ni indi, ni arameo, ni italiano, sino a lo sumo mucho alemán (eso sí), francés como para decir “bon jour” e inglés como para leer la obra de Yasunari Kawabata en traducción gringa? ¿De cuándo acá nos hemos dejado enajenar el juicio, despojar del criterio, hasta el punto de que estamos dispuestos a delegar en dieciocho académicos nórdicos (diecisiete hombres y una mujer) la potestad intransferible e inalienable de juzgar como lectores, según nuestro leal y sano y simple saber y entender?

¡Ya me tienen chanchito!

En un país cuyos letrados y editoriales desprecian a Rabelais “porque es vulgar” o, peor, en un país donde uno encuentra “académicos” que le preguntan a uno “¿y quién era ese?” cuando uno nombra a Rabelais, no puede existir competencia suficiente ni satisfactoria para otorgar premios de literatura de validez universal.

Y ahí están mis amados colegas, los de derecha, los de izquierda, los sensatos, los rabiosos, los bajitos, los altos, los gordos, los flacos, todos, discutiendo si Vargas Llosa “merecía” o “no merecía” el premio ese del inventor de la dinamita. El premio y su Academia, allá arriba, en las alturas, como Dios, repartiendo la gracia a todos los pobres seres inferiores del rebaño humano… ¡ya me tienen chanchito! Cada día nos quieren hacer más y más parecidos a esas “pequeñas gentecitas” de que hablaba Wilhem Reich, esos pequeños hombrecitos y pequeñas mujercitas que alimentan su falta de integridad, su lastimosa sensación de inferioridad, su despreciable autodesprecio y su lastimosa lástima de sí mismos con su desmedida admiración, sumisión y servidumbre mental ante el Olimpo de los amos, los señores, los que sí saben, los meros meros, los chingones: los Jueces Supremos del Reino de las Letras.

Vengo de leer otra vez “La metamorfosis” de Kafka y he de decir que esa pobre y miserable cucaracha en que amaneció convertido Gregorio Samsa después de una noche intranquila, estuvo más cerca, mucho más cerca, de la gran literatura universal y de su mundo maravilloso, de lo que jamás llegarán a aproximarse esos dieciocho académicos autosuficuentes, autocomplacientes y plenamente seguros de sí mismos, como dieciocho ladrillos felices de ser ladrillos.

Y no me vuelvan a joder con eso de que este sí “se merecía” o este otro “no se merecía” un premio que, en rigor, no se merece a ninguno.

Estocolmo, 2010-10-15