El conflicto mapuche posee dos caras. Una es la faz violenta que se ha desarrollado por 20 años sin que se divise término, una especie de Afganistán criollo de baja intensidad, aunque temible con el paso del tiempo, como se ha visto con saña espeluznante en el caso del matrimonio Luchsinger. La otra cara es lo que aparece como la causa profunda en interpretaciones ya sea meditadas o superficiales: los restos de la Guerra de Arauco; la República en el siglo XIX; el menosprecio y sentimiento de discriminación en el siglo XX, aunque no sin mejoras significativas; todo ello conviviendo con la fraseología acerca del "valiente araucano".
Lo que nos urge ahora es tratar la primera cara, la violenta, para que no se nos confunda con la otra. Desde hace 20 años se prepara en la zona lo que en buen romance contemporáneo se llama "guerra de insurgencia". Ella no es fruto de una "deuda histórica", sino que del desarrollo de ciertas ideologías contemporáneas. A toda sociedad humana le es y le será inherente algún tipo de desgarro. Lejos de ser una contrariedad, es aquí donde reside la gracia de lo humano. O se confronta y se responde el desafío; o abrimos más y más la herida, con el secreto afán de hallar el hilo de la madeja que permita pulverizar "al sistema". Esta es la razón final que siempre ha movido a los extremismos de toda laya, desde los nazis hasta Pol Pot, pasando por la utopía guevarista en Bolivia y Sendero Luminoso en Perú (a veces sus enemigos los imitan y empeoran las cosas). En los casos que llegaron a triunfar y a modelar sus países con las consecuencias de todos conocidas, los supervivientes se preguntaron después ¿cuál de los problemas que existían podía justificar lo que hicieron? La respuesta es y será invariablemente: ninguno.En el caso del terrorismo larvado (eso es lo que es) de La Araucanía, ¿cuál es el objetivo a mediano plazo? Está bien claro, "limpieza étnica", barrer con los criollos, la vasta mayoría de la población. Que en términos étnicos, ni los criollos son "puros" ni hay mapuche que no provenga de algún tipo de mestizaje biológico o cultural, deja impávidos a los que intentan perforar la grieta y convertirla en conflicto desatado.
En nuestro mundo mapuche (semimapuche sería más exacto) existe además un factor internacional. Este tipo de conflicto se ha vuelto más central en la política mundial, al menos en comparación con el siglo XX. Y por añadidura "causas" como la de los grupos violentistas y separatistas atraen apoyo transnacional. Muchos europeos, deseosos de aventuras que la Europa cansada de sí misma -entregada a un spleen sin lustre- ya no les ofrece, hallaron aquí una nueva Legión Extranjera.
¿Qué hacer? Lo primero, el punto uno de todo sano manual de contrainsurgencia, es cercenar el cordón umbilical de los terroristas con la comunidad de la que pretenden hacerse portavoces, el mundo mapuche -que por lo demás es parte de la sociedad chilena-, y con el cual debemos fusionarnos en un esfuerzo cultural de largo aliento. Del mismo modo, al identificar fehacientemente a los violentistas se verá que constituyen una ínfima minoría. El problema urgente en este momento es conjurar un proyecto terrorista con armas políticas, aunque sin llegar al extremo -que sucede- de desalentar a las fuerzas de orden.
A la política de Estado le es inherente un monopolio de las armas, a las que en lo posible sólo se las debe emplear de manera simbólica. Y la justicia no debe ni desamparar a la gente, ni impedir una salida política llegado el caso, una vez alcanzada la paz (que es el sentido de las amnistías). Pero que no se espere que no haya costos si se incita o se recurre a la violencia.