¿Qué solución tiene nuestro caso mapuche? Si se tratara de simple pobreza, como algunos se esfuerzan en verlo, bastaría con las entregas de tierras. Si se tratara de guerrilleros fabricando un conflicto, bastaría con acción policial, pero el fenómeno no se agota con ninguna de las dos cosas.

Era previsible. De hecho, fue previsto. Aun un columnista como V.S., sin majestuosos posgrados y ni siquiera humildes títulos, más aun, escribiendo a 10 años de distancia de los actuales acontecimientos, adelantó -en la revista Qué Pasa- que con la agitación mapuche, por entonces bastante módica, lo que teníamos no era una simple cuestión de demandas de tierras, sino un movimiento “protonacionalista”, esto es, la pretensión de un grupo muy activo, decidido, organizado, financiado y también -ahora- armado, a constituir, en lo que consideran “tierras ancestrales”, una zona de autonomía muy cercana, salvo por el nombre, a un Estado independiente. En estos 10 años el balbuceante protonacionalismo llegó a ser nacionalismo de frentón con otra chapa.

Era previsible, decimos, en el sentido de serlo para cualquier persona con un mínimo de versación en historia de los movimientos sociales y políticos del presente y pasado. No hay nación que no se haya constituido como hoy pretende constituirse el pueblo o etnia mapuche. En todos los casos, la voz cantante la lleva una minoría activa apoyada en una base no siempre entusiasta, es verdad, pero simpatizante, al menos obsecuente o siquiera temerosa de ser catalogada como “traidores” o “elementos contrarrevolucionarios”; en todos los casos dicha minoría se legitima a base de una narración según la cual ciertos derechos naturales y/o ancestrales habrían sido violados por gentes extrañas que cometieron el pecado original de un despojo violento; en todos los casos esos grupos manifiestan gran orgullo por los valores de su cultura, a la cual, a veces erróneamente, adjudican gran antigüedad e incluyendo en ocasiones un idioma propio; en todos los casos su inquina contra el “ocupante extranjero” o la “casta gobernante” o el “pueblo invasor” que en un acto cataclísmico les habría arrebatado lo suyo, es muy grande. Hasta el día de hoy los descendientes de los nativos norteamericanos sienten y resienten que las hordas anglosajonas los despojaron de sus bosques, sus praderas, sus manadas y sus lugares sagrados, allí donde moraba el Gran Manitú; los palestinos sienten que sus tierras fueron y siguen siendo arrebatadas por los judíos; los galos lucharon ferozmente contra César por la misma razón; en fin, los mapuches del movimiento consideran que los godos fueron los primeros en robarles y luego, en siglos más recientes, el "huinca" habría sido el protagonista de la usurpación.

En todos los casos, además, dicha nación, más que haber existido previamente y estar reclamando ahora sus derechos conculcados, al contrario, llega a existir en el proceso de reclamarlos. No había una nación india en Estados Unidos, sino decenas, cientos de tribus distintas y a veces en perpetua guerra; fue el común despojo a manos del Colt y del Winchester los que los hizo sentirse como -más o menos- una nación. Lo mismo sucede con los palestinos; no existían ni siquiera como nombre antes de la creación, en 1947, de Israel. Llegaron a existir como realidad indesmentible en el proceso de conflicto perpetuo con los israelíes. Y estos últimos existen como fruto de las congojas y luchas comunes de judíos de muy distintas partes del mundo que, juntos en un mismo territorio, llegaron a crear un Estado, a recrear un idioma perdido, a revivir tradiciones y forzarse en experimentarlas y manifestarlas como cosa viva y presente. Y por hacerlo, lo son. Es en esos esfuerzos que nacen las naciones, en el acto de creer que ya existían y creyéndolo sistemáticamente hacerlas llegar a existir.

NUESTRO CASO
¿Qué solución tiene entonces nuestro caso, el mapuche? Si se tratara de simple pobreza de ciertos chilenos con apellidos mapuches, como algunos se fuerzan en verlo, bastaría con las entregas de tierra, las cuales se han efectuado en gran cantidad. Y si se tratara de guerrilleros fabricando artificialmente un conflicto, al modo como el Che y sus seguidores intentaron hacerlo en Bolivia, bastaría la acción policial o, finalmente, si fuera necesario, militar. Pero el fenómeno no se agota en ninguna de las dos cosas. El tema no se resolverá con tierras, porque el discurso y la exigencia van mucho más allá de eso, pero, por lo mismo, tampoco se resolverá con policías. Agréguese que el uso de fuerza pública es difícil aun si los actos cometidos por los activistas son a menudo más que sobrados para justificar dicho despliegue. En las condiciones ideológicas en que transita hoy el país, las quemas de fundos, camiones, ataques armados, amenazas, incendios forestales, tomas y talas de bosques, acciones todas perpetradas por los grupos o el grupo que lidera el movimiento mapuche, aparecen, a los ojos de muchos, como más legítimas, comprensibles, lógicas y aceptables que la acción policial aun si está respaldada por resoluciones judiciales fundadas en derecho. Y en otros casos se estima que dichos ataques son “montajes”, operaciones mediáticas del gobierno. Dicho sea de paso, la debilidad del gobierno y del Estado en general es, hoy, extrema. Recuérdese que el fantasma de la fallecida dictadura militar penó incluso a la Concertación, chantajeada tácitamente con siquiera la insinuación de estar reconstituyendo, si se ponía firme, métodos propios del “fascismo”. Mucho más pesa ese pegajoso espectro sobre los hombros de un gobierno “de derecha”.

"CUMBRE DE SEGURIDAD"
¿De qué servirá entonces la "cumbre de seguridad" que sesionó en La Moneda? De muy poco o de nada. Unos cuantos carabineros extras desplegados en terreno - y algunas cámaras y “drones”- no cambiarán ni un ápice la situación. La policía no tiene órdenes para hacer nada decisivo. De hecho, no la tiene ni en esa zona ni en ninguna otra. Hoy, carabineros actúa -o más bien deja actuar- bajo la presencia ominosa de una persistente espada de Damocles, a saber, la consabida acusación y posterior sumario por “uso de fuerza excesiva”. Todo ejercicio de fuerza legal aparece como inaceptable muestra de “nostalgia por la dictadura”. En un clima político e ideológico así, ningún gobierno, ninguno, está dispuesto al haraquiri político aun si tan sólo pone en ejecución un monto de fuerza pública en estricta proporción con la violencia ejercida por el movimiento mapuche.

Y hay más; también la justicia es incapaz de operar. El movimiento mapuche ha adquirido suficiente fuerza como para llegar a esa etapa de maduración en la que se es capaz de atemorizar a los agentes de la institucionalidad. Jueces, fiscales, testigos, todos por igual saben que eventualmente pueden ser puestos en lista negra. Basta un llamado telefónico, una advertencia. Ha sucedido con testigos, algunos de ellos atacados físicamente. Pudo haber sucedido ya con los demás actores del sistema.

Entonces, ¿quién puede hacer algo y, además, qué debe hacer? ¿Reprimir? No es posible. ¿Apagar la llama nacionalista donando tierras? No funciona. ¿Deslegitimar el movimiento alegando que se trata de un caso de extremistas, de un puñado de desquiciados ajenos al sentir del “verdadero” pueblo mapuche? Irrelevante: siempre los movimientos que han llegado a cierta radicalidad son cosa de una minoría activa que representa o asume -a veces muy a la rápida- la representación de una clase, un pueblo, una categoría. En fin, ¿serviría de algo que los propietarios amenazados se armen, como algunos claman debe hacerse? Sería la peor medida de todas, promesa segura de guerra civil en miniatura.

LA SOLUCION CANADIENSE
Tal vez haya llegado la hora de estudiar en serio y con buena voluntad el camino que se ha tomado en otras partes, como en Canadá. Formas inteligentes de autonomía que no han puesto en entredicho la unidad del Estado han resuelto, en esa nación, problemas tan difíciles como los nuestros. Una zona mapuche autónoma, pero ligada al resto del país, no sólo podría apagar el conflicto, sino estimular inmensamente la que es ahora la región más pobre de todas. El orgullo de sentirse en territorio asociado fuertemente a la historia mapuche podría ser, por sí solo, un poderoso mecanismo de progreso y crecimiento. No hay garantía para eso, nunca la hay, pero en cualquier caso tampoco hay alternativas.R