La diversidad cultural y étnica es uno de los fenómenos más notorios de hoy. De acuerdo a estimaciones recientes, ciento ochenta y cuatro países independientes del globo poseen sobre seiscientos grupos linguísticos y, en su conjunto, más de cinco mil grupos étnicos.
Son pocos los países donde los ciudadanos hablan una sola lengua y reconocen su origen en un mismo grupo étnico.No cabe duda.
La lenta delicuescencia de las fronteras, la expansión del mercado y la homogeneidad técnica -en una palabra, la globalización- han estimulado la reaparición de las identidades culturales que apenas ayer parecían ahogadas.
Así, la etnicidad irrumpe de pronto en la política. Es cosa de recordar Chiapas, Bosnia, la ex Unión Soviética, Francia con las migraciones de gitanos, el país vasco, Cataluña, los maoríes.
Y para no ir más lejos, los mapuches.
Las identidades culturales que parecieron apagadas por la conciencia nacional moderna están de vuelta.
En Chile, el fenómeno posee un ritmo creciente. Desde 1989 -cuando se recuperó la democracia-, mapuches, rapanuís, atacameños, aimaras, reivindican para sí un lugar en el Estado, solicitan que se proteja su lengua materna, se reparen las injusticias de que fueron objeto y se les permita irrumpir en la escena pública.
No es, como a veces se cree, la vuelta de un arcaísmo. Se trata de la aparición de una identidad que se construyó en estos años con los retazos de la memoria.
Todo eso, hasta llegar a la huelga de hambre.
El gobierno de Aylwin -en cumplimiento de acuerdos adoptados en Nueva Imperial durante la campaña que lo llevó a la Presidencia- promovió una activa política de promoción de esos grupos. En 1991 envió al Congreso un conjunto de iniciativas: una reforma constitucional que consagraba el reconocimiento de los pueblos originarios, un proyecto de ley indígena y el Convenio 169 de la OIT para su ratificación.
Hubo acuerdo sólo respecto de la ley indígena.
A su amparo nació la Conadi y el Fondo Nacional de Desarrollo Indígena. Se permitió también la creación de Áreas de Desarrollo Indígena (es el caso del área del lago Budi, en la IX Región).
Allí está el origen del traspaso de tierras que se ha efectuado durante todos estos años.
Entre 1994 y 1999 se entregaron 122.141 hectáreas de tierras a las comunidades indígenas. De ellas, 90.876 correspondieron a predios fiscales traspasados a las comunidades y 31.265 hectáreas a predios en conflicto entre comunidades y propietarios no indígenas que fueron comprados por el estado. A esas cifras, el gobierno de Frei Ruiz-Tagle sumó un proyecto nacional de desarrollo indígena que alcanzó casi los 280 millones de dólares.
El gobierno de Ricardo Lagos, a su turno, junto con continuar la transferencia de tierras (se propuso como meta alcanzar la cifra de 150 mil hectáreas), creó la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato, presidida por el Presidente Patricio Aylwin. Los resultados de esa Comisión fueron promovidos más tarde por el gobierno de Bachelet.
Pero las fuerzas políticas no se mostraron de acuerdo. Por cálculo o por convicción, se decidió no insistir.
Ahora es difícil que la mesa de diálogo llegue más lejos que esa Comisión que presidió Aylwin.
La Comisión -en ella hubo dirigentes indígenas, obispos católicos y gente tan indudablemente de derecha, como el actual ministro de Hacienda, Felipe Larraín, Ricardo Rivadeneira y Juan Claro- sugirió un conjunto de medidas: el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas; la concesión de derechos colectivos de índole política; ciertos derechos de autonomía para la gestión territorial; una nueva institucionalidad para la consulta y participación de esos pueblos en materias que les atingen; una serie de derechos tendientes a la preservación de algunos bienes culturales, y, en fin, medidas reparadoras, incluída la expropiación y el traspaso de tierras, en casos de grave injusticia.
Es decir, esa Comisión recomendó más o menos lo mismo que hoy día reivindican y reclaman los mapuches (y que pronto reclamarán otros grupos).
Pero nada de eso llegó a término. ¿Por qué?
El principal obstáculo que enfrenta este conflicto -aparte de los intereses materiales- es de índole simbólica y cultural.
Mientras los grupos indígenas ven en este conflicto una oposición entre dos comunidades culturales equivalentes (la chilena y la mapuche), el Estado de Chile, en cambio, ve a un grupo que desobedece la ley y que no tiene la condición de igual (y de ahí que las autoridades, de antes y de ahora, hablen de conflicto mapuche a secas).
Lo que esa asimetría revela es uno de los aspectos menos comprendidos de este problema: los mapuches (y otros grupos) han adquirido una conciencia de sí que no encuentra reconocimiento. Es propio de cada ser humano y de cada cultura que el valor que se autoatribuye sea validado por otra conciencia. Hegel pensó que la historia humana podía explicarse como una lucha por obtener ese reconocimiento, como un esfuerzo sostenido para que el valor de cada uno (de cada grupo o pueblo) fuese endosado por la conciencia de algún otro.
Al mirar el llamado conflicto mapuche, dan ganas de creerle a Hegel. Y es que parece haber aquí, ante todo, un deseo de reconocimiento.
Los mapuches no quieren ser tratados como proletarios necesitados de ayuda, tampoco como inquilinos decaídos, menos aún como menesterosos o marginales. Ellos se ven -y sus élites quieren que los vean- como miembros de una cultura valiosa, distinta e igual en su valor a la que cultivan los inmigrantes o a la que es mayoritaria en la sociedad chilena. Y anhelan que eso se exprese en el trato que se les brinda en la esfera de la institucionalidad y en el espacio público.
Y no ocurre.
Ése es entonces un primer obstáculo: la falta de reconocimiento.
Pero hay todavía otro de índole más política.
Ocurre que buena parte de nuestra élite -en especial la de derecha- cree a pie juntillas en el relato que la historiografía conservadora nos legó acerca de la Nación. Para ese relato, Chile es una unidad cultural y étnicamente homogénea -su expresión sería el mestizaje- que hunde sus raíces en lo más profundo de los tiempos. Incluso la legitimidad de las instituciones -como defienden Eyzaguirre o Edwards- estaría enraizada en prácticas hispanas anteriores a la república. En una palabra, la identidad de Chile -lo que con algún delirio se llamó a veces la "raza chilena"- se constituiría por la supresión de lo indígena.
En medio de ese panorama ideológico -no hay caso, el nacionalismo es una ideología-, los reclamos mapuches, aimaras o rapanuís son vistos como un atentado a la integridad nacional, un reclamo subversivo al que si se le prestara oídos, comprometería nuestra seguridad y nuestra existencia. Hay, por supuesto, algo de paranoia nacionalista en estos temores que ven en simples reclamos de autonomía grupal, intentos de secesión; en la afirmación de la identidad indígena, la negación de la chilenidad; en los reclamos de reparación por las usurpaciones y fraudes del siglo XIX, atentados contra la institución de la propiedad.
Como muestra la historia de estos veinte años, no parece haber duda. La salida de este conflicto no se reduce a puras políticas de bienestar.
En cambio, se requieren medidas de justicia reparadora (tendientes a corregir las desventajas históricas de esos grupos y el fraude de que a veces fueron víctimas); la concesión de derechos políticos (una discriminación positiva bajo la forma de cuotas de participación); el ejercicio de derechos linguísticos y culturales (para proteger la cultura que el Estado intentó asimilar durante dos siglos), y una amplia gama de prácticas de reconocimiento (que permita que su cultura aparezca dotada de dignidad, y no como una simple excrecencia de siglos que ya pasaron).
Y en tanto se adoptan esas medidas, se podría hablar de conflicto chileno-mapuche. Es una manera de reconocer la índole recíproca del problema.
No es malo como primer paso
Carlos Peña