Aunque en Chile la desigualdad y la discriminación no son algo nuevo, sino parte de toda la historia de nuestro país, no deja de causar asombro ver en la televisión expresiones de una especie de “apartheid” en algunos sectores acomodados de la capital, donde se prohíbe que las empleadas domésticas se bañen en las piscinas o caminen sin uniforme por las veredas de algunos condominios.

Ejemplo de ello ha sido la vilipendiada Sra. Pérez, residente de uno de esos condominios que se pregunta exaltada defendiendo ese tipo de medidas “¿Te imaginai acá en el condominio a todas las nanas caminando para afuera, todos los obreros caminando por la calle, y tus hijos ahí en bicicleta?”

Frente a tales expresiones de sectarismo hacia los pobres, cabe preguntarse si el progreso en términos de tolerancia, inclusión y libertad sólo existía en el imaginario de nuestra sociedad. Pues lo acontecido en Chicureo no parecen ser hechos puntuales o conductas excéntricas de personas adineradas, sino más bien una manifestación visible de problemas de fondo en la estructura social y convivencia nacional.

Lo sorprendente, es que ha sido el propio Estado uno de los causantes de este problema social.

Una de las políticas públicas que han contribuido a trizar al país y su territorio promoviendo de manera radical la discriminación, fue el Programa de Erradicación de Campamentos, iniciado el año 1977 e implementado con mucha fuerza durante la década del 80, que implicó trasladar cerca de 30 mil familias pobres que habitaban en comunas acomodadas para esconderlas en sectores rurales de la Pintana, San Bernardo y Puente Alto, creando verdaderos mega-ghettos de personas en situación de pobreza, sin ningún soporte de servicios (consultorios, escuelas, locomoción, trabajo, etc.) y rompiendo los vínculos y redes comunitarias que tenían en sus comunas de origen. Se convirtieron así en familias prácticamente abandonadas más allá de la periferia de la ciudad, generando enormes problemas de desintegración social.

En la otra cara de la moneda, en las comunas más acomodadas, las familias adineradas nunca más debieron convivir con familias pobres, sólo mantuvieron relaciones contractuales con algunos de sus miembros (la nana, el jardinero, el maestro), quienes debían viajar enormes distancias desde sectores prácticamente desconocidos para sus empleadores. En definitiva, los ricos dejaron de ver que los pobres también constituyen familias y que sus afectos, angustias y preocupaciones son universales, y no son diferentes a las de ellos.

En ese escenario las personas que hoy tienen entre 30 o 35 años, que han vivido durante toda su vida en comunas acomodadas, donde hace décadas sólo habitan familias muy similares entre sí, los pobres les generan una enorme desconfianza, que se expresa en episodios casi anecdóticos, como el temor de que sus hijos se bañen en las piscinas o caminen junto a ellos; más aún cuando todos los días la televisión relaciona la delincuencia con la pobreza.

En definitiva, no castiguemos a la señora del condominio, su visión es, en gran parte, resultado de un Chile trizado por el efecto de políticas públicas discriminatorias.

JORGE ÁLVAREZ CHUART
Sociólogo