Cualquiera sea el desenlace de la prolongada huelga de hambre de los presos políticos mapuche, su testimonio resultará fundamental en la lucha por la democratización del país y la necesidad de que Chile, su legislación e instituciones velen efectivamente por los derechos humanos. Quienes han arriesgado su vida a tal extremo han logrado sacar al país de su letargo político y despertar la sensibilidad de millones de chilenos respecto del estado de injusticia que afecta a nuestro pueblo fundacional, así como volver a concitar la solidaridad internacional que nos ha acompañado en tantos momentos cruciales en nuestra historia.

Su ejemplo nos ha recordado que es siempre la movilización social la que obtiene los cambios. Que no son las promesas, ni las negociaciones políticas las que alientan la justicia social. Que todo cambio nace de la lucha, la protesta callejera, el enfrentamiento franco con los poderes retardatarios. Y que todo compromiso, en este sentido, siempre entraña arrojo, riesgo, sinsabores e, incluso, tragedias sociales.

Es en esta constatación que se entiende (aunque no se explica) que desde el primer día del gobierno de Patricio Aylwin se haya aplicado una política destinada a desactivar la organización social y silenciar a los medios de comunicación realmente comprometidos con una democracia genuina. Como nos confesara el Embajador de Noruega en la época, tal administración encargó incluso a una Comisión Especial viajar a Europa a demandar la suspensión de toda ayuda a las ONGs , diarios y revistas que habían encendido la protesta y las demandas que pusieron término a la Dictadura Militar. Es también en este cometido de adormecer las conciencias que se explica la debilidad del mundo sindical y estudiantil después de 20 años de post pinochetismo, cuanto que todavía siga vigente la Constitución del Dictador, la aberrante Justicia Militar, así como la llamada Ley Antiterrorista, en realidad un terrorífico cuerpo legal para neutralizar el descontento y aplastar las justas demandas de los excluidos y oprimidos.

En la indolencia y complicidad política de estas dos últimas décadas es que el Presidente Lagos agrega su rúbrica a la de Augusto Pinochet para sacralizar una Carta Fundamental que se prometió derogar con una Asamblea Constituyente. Es lo que explica, también, que el gobierno de Michelle Bachelet haya demandado a los dirigentes mapuches por una Ley que prometió nunca aplicar, pero a la cual se rindió por las presiones ejercidas por la centro derecha para extremar la represión en contra del justo levantamiento de la Araucanía. Los mismos que ahora, desde La Moneda y el Parlamento, se ven forzados a reconocer que la lucha mapuche es justa y que sus acciones no son terroristas.

La unidad y firme resolución de los mapuche tiene, por cierto, descontrolado al conjunto de la clase política. Ni el Ejecutivo, ni el Parlamento se muestran en capacidad de resolver el conflicto planteado por nuestra etnia principal y la resolución heroica de sus líderes. Es más, la Iglesia Católica ha debido reconocer su fracaso mediador o “facilitador”, como eufemísticamente se ha llamado a los esfuerzos de un obispo por avenir al Gobierno y a los presos políticos en huelga de hambre. Junto con el reconocimiento que algunos prelados ya hacen en cuanto a que la misión de la Iglesia no es la búsqueda de la mediación o componenda sino el compromiso evangélico con la causa de los pobres y discriminados.

En la búsqueda de una solución digna es que debe ser el Poder Judicial el que intente ahora concebir una solución. Sobre todo cuando consta el repudio que le merece al propio Presidente de la Corte Suprema la vigencia de tribunales militares y que estos se permitan, para colmo, juzgar a los civiles. O cuando sabemos que en privado tantos jueces reconocen que les repugna aplicar la Ley Antiterrorista vigente, cuerpo legal reñido con el derecho internacional, como tantas veces se le ha representado al Estado chileno.

Nada podría limpiar más la imagen del Poder Judicial que la posibilidad de intervenir ante el fracaso de las instancias políticas. Sobre todo si se considera que lo que exigen los presos políticos mapuche no es impunidad, sino juicios justos y ajustados al debido proceso. Una posición más que prudente si se la compara con los despropósitos que han sufrido en los dos siglos que cumple nuestra pretendida república y en otros tres de colonialismo y guerra fratricida en contra de los que ya estaban aquí antes de la conquista española.

Por Juan Pablo Cárdenas