En 1976, Bobby Sand, uno de los más activos luchadores de la causa irlandesa fue tomado prisionero por tercera vez. Católico, miembro del IRA, creció bajo la lógica de la lucha por una independencia que creía necesaria para su pueblo. Él, como muchos otros iguales a él, vivía como ciudadano de segunda clase en una Irlanda dominada por el poder británico que se imponía con violencia y muerte, con la fuerza de los poderosos acostumbrados a colonizar y a fijar las reglas del juego.

Durante los primeros tiempos de la década de los 80, Bobby Sand mantuvo sus demandas y, junto a otros prisioneros, comenzó una huelga de hambre, exigiendo ser considerados presos políticos, reivindicación que les fue negada. El movimiento de protesta carcelario fue tomando fuerza: comenzaron a ser conocidos como “los hombres de las mantas”. 66 días después de iniciada la huelga, Sand murió. No fue el último en morir. Después de él, 10 activistas más, que lo acompañaban tras las rejas, perdieron la vida.
Más allá de lo que se pueda pensar de las prácticas del IRA, lo real es que en esa contienda de poderes ganó el prisionero, aunque el precio que tuvo que pagar le haya costado la vida. Hoy el nombre de Bobby Sand es conocido en casi todos los rincones del mundo. Para bien o para mal, este irlandés, acostumbrado a los riscos, a la segregación, a las montañas, a la neblina, al miedo, a las tabernas y a la fuerza, no terminó de morir nunca. Ganó.
Nosotros no tenemos un imperio que nos domine. En Chile no estamos divididos entre católicos y protestantes. No. Nosotros, además de muchas cosas, estamos divididos entre los que nos creemos ciudadanos de “primera clase” versus aquellos a los que en una suerte de resabio cultural seguimos viendo como personajes ajenos. Mapuches mañosos, mapuches que tutean, mapuches incendiarios, mapuches que estorban, mapuches que sirven para servir en nuestras casas; mapuches peleadores, mapuches lampiños, mapuches insolentes; mapuches, mapuches, mapuches. Indígenas al fin y al cabo.
Y siempre se nos olvida que llegaron mucho antes que nosotros…
Hoy, una treintena de ellos cumple 56 días en huelga de hambre. No han sido titular de noticias, no han viajado a visitarlos ni conjuntos musicales ni excéntricos millonarios que regalan sus sobras en aras de la popularidad. Tampoco las cámaras de televisión persiguen a sus familiares, ni se leen las cartas que desde la cárcel envían a sus mujeres y sus hijos, ni hay ministros apostados in situ para llevar consuelo y calma a los que ven la muerte aparecer entre los árboles sureños.
Aquí no hay reality, aquí hay realidad. Una realidad incómoda, que estorba, que no da rating ni permite encumbrarse en las encuestas. Aquí está lo “políticamente incorrecto”, la piedra en el zapato, las comillas que convierten su causa en eufemismo, la estigmatización y las narices que se tapan al igual que los ojos.
Ellos no piden ser liberados, piden ser procesados en justicia y con justicia. ¿Y qué hacemos nosotros mientras tanto? ¿Contamos los días y los marcamos en algún calendario de nuestras consciencias o miramos para el lado? ¿Qué hacemos? ¿Hasta cuándo y hasta cuánto?
Nuestro silencio si no habla y grita se convierte en cómplice. Nuestra indolencia y prejuicio si no reacciona, mata. Nuestra pasividad si no reclama enflaquece. Nuestro asombro si no se asombra nos quita un poco de vida todos los días.
Yo no quiero mineros atrapados 700 metros bajo la tierra porque sus patrones los explotan obligándolos a trabajar en condiciones miserables. Pero tampoco quiero que se me instale en la retina la cara de un mapuche muerto. No quiero. No quiero domingos sangrientos y lunes de olvido.
No quiero otro Bobby Sand, aunque en días como estos no dejo de recordarlo y su sombra imaginaria se me aparezca por todos mis costados

Por Alejandra Jorquera