Los mapuches poseían una organización política cuyos conceptos me gustaría replicáramos. No tenían líderes permanentes, no contaban con organizaciones permanentes, sino que solo unían fuerzas cuando necesitaban enfrentar un problema que afectaba a todos. De hecho existía cierta graduación en aquellas uniones, según fuera el calibre del problema. Una unión forjada en sus vínculos ancestrales, en su solidaridad y hermandad; el mingaco fue prueba de aquello, y, políticamente, los rehues, aillarehues y el vutanmapu también lo fueron. Cuando se dice que los españoles encontraron un pueblo desorganizado o dividido, es que no se entiende que, precisamente, era todo lo contrario: ellos vivían su libertad, pero cuando los problemas afectaban la nación adoptaban un vínculo férreo: fue la unión la que impidió el dominio ibérico por siglos.
Aclaremos sí que no se trata de cualquier unión, pues la nuestra, la de estos días, tiene sus lados feos: la escala de la producción, el tamaño de la organización, lo cuantioso del usufructo, el tamaño del botín al fin y al cabo…, la unión de los mapuches era otra. Por cierto, aquella organización fue mermada por nuestra conquista; nuestras leyes los dividieron, porque precisamente les aplicamos nuestra organización, nuestra maldita forma de ver las cosas. Y digamos que son —o fueron— un pueblo liberal. Cada lof o comunidad determinaba su suerte y por algo se localizaban lo suficientemente alejados unos de otros, donde una libertad no afectara a la otra. Y tampoco nadie se alzaba por sobre los demás, buscando someter a sus hermanos… no se buscaba y no se permitía. En definitiva, el pueblo mapuche rehuía al establecimiento del poder.
Cuando he planteado —y lo vuelvo a hacer— que eliminemos las reelecciones de todo cargo popular, mi referencia de fondo es la desconcentración del poder. Elegir un alcalde, debiera ser como escoger un cacique por un periodo determinado, para que comande la tarea que le estamos entregando, la de solucionar nuestros problemas, pero luego, váyase p’a la casa… Si los pueblos chilenos fueran rehues y los diputados loncos, no cabría otra posibilidad de que ese hombre o aquella mujer ‘pertenecieran’ a ese pueblo, sin embargo nos imponen representantes afuerinos con ‘domicilio legal’ en el lugar. Si las provincias fueran aillarehues, nuestros senadores serían toquis, y de ellos, reunidos en un vutanmapu, debería salir el Gran Toqui, alguien que haya venido de aquel lof o del otro o de ese, pero no siempre del mismo lugar, el mismo lugar que creamos y aceptamos como ovejas que van… como ovejas que van.
El problema de los mapuches es que han perdido aquello que los hizo indomables, y en ningún caso me refiero a la violencia o su bravura, sino a su unión. Hoy más que nunca necesitan escoger al Gran Toqui que los guíe en esta lucha. Un toqui que no cargue un tronco durante horas, días, semanas, sino un toqui sabio, que encarne la esencia mapuche y que busque a través del convencimiento que nuestro país por fin los entienda y les retorne su espacio, su cultura.
El problema de nosotros es que nuestros toquis son los mismos de siempre, y pertenecen a la misma casta que nos ha gobernado por 200 años, la misma que incluso terminó domando al pueblo que alguna vez fue inconquistable en toda América Latina, y que busca todo lo contrario, que seamos la nada misma, números que siguen las reglas impuestas por unos pocos, vendiéndonos una individualidad que olvidó el bien común, una individualidad sin el tesoro perdido: el tesoro de la verdadera unión de un pueblo en su libertad.
Por LUIS MOLINA VEGA / Ex – Precandidato presidencial