La huelga de hambre concluyó. El Gobierno dio y quitó urgencia a un proyecto de reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas. Se presentó la Memoria del Gobierno sobre el primer año de aplicación del Convenio 169 y la CUT presentó un Informe Alternativo, lo mismo que organizaciones indígenas y de derechos humanos. En este contexto, existe la necesidad de realizar evaluaciones post-huelga y el debate político que se viene.
En una llamativa declaración, el diputado UDI de la Región de la Araucanía, Gonzalo Arenas, señaló: “si uno escucha, lo que viene en el debate sobre los pueblos originarios, queramos o no, ya no será una discusión sólo sobre tierras, sino también sobre derechos. En ese escenario, como país debemos generar consensos mínimos sobre qué estamos dispuestos a entender por pueblo Mapuche, por Nación Mapuche, por Derechos Colectivos, por Autonomía, por Autodeterminación”. Enhorabuena. Sin embargo, el debate sobre derechos, y por cierto sobre el derecho de los pueblos indígenas a la libre-determinación, comenzó a mediados de los años 80, cosa que habría que recordarle, también, a Carlos Peña que lo anuncia como pan fresco siendo hilo negro. La posición del diputado es un espejismo en el desierto del reconocimiento.En los años 80 se vino abajo el prestigio del indigenismo y se abandonó la idea de la integración. Con la cadencia de un día lunes y bajas repercusiones. Al mismo tiempo fue creciendo la idea de que los estados, con el modelo indigenista, más perjudicaban y destruían que protegían. La misma década perdida de los 80 postergó el debate debido a las dictaduras militares que con represión, muerte y más de cien mil detenidos desaparecidos en América Latina ahogó los intentos de cambios.
Se retomó la discusión en los 90, la OIT luego de un largo y profundo debate aprobó el Convenio 169; el movimiento indígena se rearticuló ya sin el peso de la noche de los santuarios ideológicos. Los vientos de democratización y globalización abrieron las puertas a los movimientos sociales y nacionales: ambientalistas, feministas, indígenas, pacifistas, animalistas, entre muchos otros.
Las renacidas democracias latinoamericanas avanzaron, empujadas por las movilizaciones de los pueblos indígenas, a cambios profundos de su vieja concepción de estados unitarios y monoculturales. Desde cambios declarativos sin solidez institucional hasta transformaciones estatales que dieron paso a estados plurinacionales.
¿Y Chile? El país se fue enredando en una política de acuerdos nacionales. Sacrificó los caros ideales del retorno a la Democracia en medio de un extraño caldo de gobernabilidad y reformas. Los movimientos sociales fueron despojados de su dinámica transformadora, se instaló una democracia parlamentarizada y la equifinalidad del éxito económico fue el curriculum oculto de gobierno y oposición.
En ese contexto, la neutralización de la capacidad de acción del movimiento indígena, y muy en particular, de movimiento mapuche fue realizado con la premisa de “tierras por paz social” como lo confirmaron sin temores los centros de estudios de derecha.
Así toda búsqueda de reconocimiento fue un intento de control amparado en el bien del otro y el bien común. Hecho persistente bajo todos los gobiernos democráticos. Recordemos que hace unos pocos meses se intentó instalar por decreto una política de reconocimiento sin participación de los pueblos indígenas. A la antigua. Esto es bueno para usted, bébalo. Le hará bien. Se le quitarán buena parte de los males que le afectan. Aún persisten voces del recetario magistral del dispositivo de poder que ahora por lo medios siguen agitando el frasco e invitando a beber la poción.
Se buscó, y se busca, levantar una política de reconocimiento diseñada y fabricada, por la institucionalidad a la medida del otro. Sumisión envasada que lo que reconoce es la incapacidad del otro de darse asimismo una organización fundada en sus propias dinámicas orgánicas y propone, una vez más, desde afuera una estructura estructurada. Y estructurante! escucho gritar a Pierre Bourdieu, desde una gaveta.
Es decir el reconocimiento frío de la existencia del otro sin ninguna posibilidad de tocar el estado orgánico institucionalizado. Así se ofrece un reconocimiento que desconoce el capital social acumulado por los pueblos indígenas. Convirtiendo a los pueblos en simples andamios de la estructura de las relaciones en las que están inmersos. Más aún, se busca desde la institucionalidad un reconocimiento de la existencia de los pueblos indígenas sin reconocimiento de sus derechos, sin derecho a manifestarse por lo que les conviene y, sobre todo, sin que esos cambios alteren de alguna manera al que viene a reconocer.
El derecho a decidir de los pueblos indígenas sobre lo que les conviene fue sacrificado antes de esta dinámica de imposición. Les fue sustraído en el juego democrático al otorgar capacidad de negociación y representación a otros fuera de sí en tanto pueblos.
Qué posibilidades tienen los pueblos indígenas de oponerse a este tipo de reconocimiento que desconoce y que fue formulado en beneficio común de una sociedad en la que ellos mismos no tienen cabida. Pueblos invisibles, sin voz y, aún más, sin decisión.
Asistimos a un debate desfasado en dos décadas. Por un lado la política de reconocimiento que reproduce la relación de dominación-sumisión y, por otro, los intentos de levantar un futuro distinto. La discusión de hoy, al interior de los pueblos indígenas, es la discusión sobre el futuro, de lo que Carlos Peña hablará en 20 años más en una columna dominical. Es la discusión del país en el que se quiere vivir, no en el que se es vivido.
Sobre las posibilidades y alcances de esta discusión que se dará y de la sociedad que habremos de construir hablará la segunda parte de este comentario.
Por Fernando Quilaleo A.