El domingo pasado se cumplieron 10 años. Una década. Cómo pasa el tiempo. El ataque de Al Qaeda a los Estados Unidos fue, para mi generación, el equivalente a la muerte de John Lennon para la de mis padres. O el atentado al Papa Juan Pablo II. O el bombardeo a La Moneda, acontecido otro 11S de fatídico recuerdo. ¿Qué hacía yo mientras los aviones se estrellaban en el World Trade Center? Dormía. Si, dormía, a las 8 y tanto de la mañana, en mí cuarto del Hogar Mapuche Pelontuwe, por entonces solo conocido como “Las Encinas” por la calle donde se ubica en el barrio universitario de Temuco. Además de cursar periodismo, por aquel entonces era un activo dirigente estudiantil y una interminable asamblea que culminó de madrugada me había dejado literalmente fuera de servicio.
No recuerdo quién fue a gritar a mi puerta pero su mensaje no lo olvidaré jamás. “Peñi Pedro, están atacando con aviones a los gringos”. Corto y preciso. Me levanté de mala gana, pensando se trataba de una broma (si, los mapuches somos bastante bromistas) y acudí hasta el comedor del albergue ya repleto de estudiantes que no despegaban la mirada del televisor. No vi cuando los aviones se estrellaron contra las torres. Pero me bastó verlas caer para sentirme horrorizado. No recuerdo entre los allí presentes ningún “afafan” (celebración) por el atentado. Tampoco comentario burlesco o fuera del tiesto por la trágica suerte de aquellos miles de estadounidenses asesinados en vivo y en directo. Por el contrario, todo fue silencio. Silencio y una pena infinita.Fue rara aquella mañana. Nosotros, los “mapuches terroristas”, los residentes de aquel “nido de delincuentes”, como gustaba llamarnos y llamar al Hogar las autoridades regionales de la época, paralizados ante los efectos devastadores del verdadero terrorismo global. ¡Qué lejos estábamos nosotros de aquellos desquiciados pilotos suicidas! Para detener los intentos de la autoridad por clausurar nuestro albergue y dejar en la calle a cerca de 100 universitarios, todos provenientes de empobrecidas zonas rurales, apenas nos atrevíamos a montar humildes barricadas. Y si el día estaba despejado, una que otra escaramuza callejera con la fuerza policial, una tontera como ejercicio político pero una maravilla para quemar calorías y sobre todo desahogar frustraciones. Si nosotros, jóvenes proclives a las marchas y la desobediencia civil pacífica, éramos para el gobierno “terroristas”, ¿qué vendrían a ser estos tipos prolijamente depilados cuyo fanatismo político y religioso cobraba miles de vidas en el país del norte aquella mañana? Debió ser la pregunta que nadie hizo en voz alta, pero que rondó como fantasma aquel día entre nosotros. Recuerdo que no nos despegamos del televisor en todo el día. Hasta convocamos a un Foro sobre Medio Oriente la noche siguiente, para intentar -debatiendo entre nosotros- comprender los alcances políticos de la estupidez humana. Hubo un lleno total en la actividad.
Desde aquel día dos veces he visitado la ciudad de Nueva York. La primera, el 2008, invitado a un seminario de la Universidad de Pensilvania y la segunda, en mayo recién pasado, como periodista a cubrir el Foro Permanente de Naciones Unidas. En cada una de ellas he recorrido la Zona Cero, transitado aquel perímetro enjaulado que esconde, a ojos del turista, aquella gigantesca cicatriz imposible de borrar de Manhattan y sobre todo del alma de la sociedad norteamericana. Estar allí sobrecoge. Tanto por la magnitud del desastre como por la férrea voluntad de los habitantes de Nueva York, del ciudadano de a pie, de no dejarse abatir y más allá del discurso oficial, rescatar necesarias lecciones. “¿Qué opina usted del memorial?”, pregunté en mi última visita a una amable jubilada neoyorkina con quien compartí banca y conversación en Liberty Plaza, a pocos pasos de las obras de reconstrucción. “Me parece bien. Nos recordará a todos de lo que somos capaces como especie humana”, me respondió. “¿Sabía usted que somos los únicos animales capaces de planificar, racionalmente, el exterminio de nuestros pares en el planeta?... Lo hace nuestro gobierno con sus guerras y cada tanto alguien nos responde con la misma moneda. Eso es para mí este lugar; un recordatorio”, concluyó.
Es raro escribir sobre el 11S, reflexionar sobre sus alcances en la vida de tantos y obviar que a 10 años del mayor acto de terrorismo global después de las bombas de Hiroshima-Nagasaki y, por cierto, la Conquista de América, ciudadanos de mi pueblo son juzgados en Chile bajo los mismos cargos que podrían enfrentar los jerarcas de Al Qaeda si fueran, hipotéticamente, llevados a juicio y no ajusticiados por comandos a medianoche. ¿No me cree? Está sucediendo, hoy mismo, en el Tribunal Oral en lo Penal de Temuco, en el juicio oral contra los dirigentes Mauricio Waikilao y Luis Tralcal, ambos acusados de “terrorismo” por parte del Ministerio Público chileno. O mejor dicho, de “terrorismo sin terror”, como debiera especificar en su acusación la fiscalía. Puede sorprender, pero sobre Waikilao y Tralcal no pesa ningún atentado indiscriminado contra población civil, ningún muerto, ningún herido, mucho menos algún Boeing 757 de LAN estrellado contra la céntrica Torre Campanario, nuestro insigne y único rascacielos local. No, sobre ambos lo que pesan son “amenazas de cometer delitos terroristas”, rebuscada acusación que haría sonrojar a cualquier tribunal medianamente democrático y decente.
¿Da para sorprenderse lo que traigo a colación? En absoluto. El año 2003, un supuesto plan mapuche de volar todo el centro de Temuco fue denunciado en el marco de un proceso judicial de similares características kafkianas. Lo plantearon los fiscales al presentar cargos por “asociación ilícita terrorista” contra una veintena de campesinos mapuches en la hoy olvidada “Operación Paciencia”, un fiasco judicial de antología, responsabilidad del entonces Subsecretario del Interior y actual miembro del Tribunal Constitucional, Jorge Correa Sutil (DC). Huelga destacar que tras un año en prisión y un maratónico juicio de casi dos meses, todos los acusados fueron absueltos y dejados en libertad sin cargos. De los conspirativos planes mapuches, que incluían -siempre según el Ministerio Público- un sofisticado sabotaje a la red de gas domiciliario de la capital regional, nunca más se supo. Ocho años han transcurrido de aquel surrealista capítulo de la historia judicial chilena. Tan solo dos años menos que del sangriento ataque de Al Qaeda al corazón financiero y militar de los Estados Unidos, el mismo que nos hizo entender a varios de qué hablamos cuando de verdad hablamos de “terrorismo”.
Pedro Cayuqueo