La rebelión de Chiapas ha hecho que los mexicanos vean a su país desde otra perspectiva. Una nación que glorifica su pasado prehispánico a la vez que ignora el sufrimiento de sus pueblos indígenas en la actualidad. Al forzar al régimen a sentarse a la mesa de negociación, han demostrado que este no es invencible. Han puesto diseñar una la democracia –para todos los mexicanos– al centro del debate nacional. Los zapatistas merecen crédito por eso.

El levantamiento zapatista de enero de 1994 sucedió diez años después de que Alan Riding concluyera una larga estancia en México como corresponsal de The New York Times.

Riding, autor de “Vecinos distantes: retrato de los mexicanos” regresó para observar lo que estaba pasando con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). “Mi fascinación con el país –y haber escrito un libro sobre México– casi me obligó a volver para entender lo que había pasado en Chiapas y sus repercusiones en el resto del país”, explica Riding desde París.

Y, sobre el artículo que aquí reproducimos, Riding reflexiona: “Al leer el artículo hoy, veo que esta revuelta fue uno de muchos momentos clave que llevaron a la derrota electoral del PRI en 2000, una derrota cuyos temblores siguen sacudiendo a México hasta el día de hoy”.

Evidentemente es arriesgado hablar del antes y el después que marcó en México el levantamiento zapatista de los indígenas en Chiapas el 1 de enero. En el pasado, otros eventos dramáticos —la masacre de los estudiantes que se manifestaron en 1968, el sismo de 1985 en la Ciudad de México, el fraude que mancilló las elecciones presidenciales de 1988— a menudo se han proclamado como puntos de inflexión política, pero el partido que ha gobernado México desde 1929 sigue en el poder.

Sin embargo, como excorresponsal que visitó México en los años setenta y ochenta, no estaba preparado para lo que me encontraría al llegar aquí este mes. De alguna forma, unos cuantos centenares de tzotziles y tzeltales y otros grupos indígenas originarios del estado más pobre de México habían logrado –en cuestión de semanas– lo que los partidos de la oposición no habían podido hacer en años: habían sumido en el caos a todo el sistema político y le habían dado al país un enorme empujón para convertirse en una democracia real.

El pasado exige que se actúe con precaución. Desde que ganó su independencia en 1810, México ha visto guerras civiles, golpes palaciegos, invasiones extranjeras, una dictadura larga, una revolución sangrienta y, finalmente, un periodo de 65 años bajo un gobierno unipartidista. Así que la idea de que la agrupación política curiosamente llamada Partido Revolucionario Institucional (PRI) en verdad llegue a cederle el poder a la oposición aún debe probarse. Además, incluso si esto sucediera, sería muy probable que provoque muchos dolores de cabeza, es decir, inestabilidad, a causa de la lucha entre las fuerzas políticas para posicionarse.

Sin embargo, lo que más me sorprendió fue la manera en que la llama de la rebelión de Chiapas ha hecho que muchos mexicanos vean a su país desde otra perspectiva. Los zapatistas merecen crédito por eso. Han atizado la culpa de una nación que glorifica su pasado prehispánico a la vez que ignora el sufrimiento de sus pueblos indígenas en la actualidad. Al forzar al régimen a sentarse a la mesa de negociación, han demostrado que este no es invencible. Además, han puesto a la democracia –para todos los mexicanos– al centro del debate nacional, lo que ha demostrado ser su golpe más subversivo hasta el momento.

México había estado esperando un catalizador como este. Hasta la década de 1970, cuando se transportaba a campesinos y obreros en camionetas para que votaran por los candidatos oficiales, los ciudadanos de la clase media parecían gustosos de ignorar la política siempre y cuando la economía creciera. Sin embargo, en los años ochenta, este contrato político se derrumbó luego de que una deuda externa impagable sofocó el crecimiento. La clase media se llenó de rencor y alzó la voz, a favor de una mayor libertad de prensa y más derechos individuales, y en contra de la corrupción crónica. En 1987, estallaron tensiones dentro del PRI cuando algunos reformistas se separaron para formar su propio partido.

En efecto, el cambio pudo haber llegado en 1988, solo que los mexicanos aún no creían que fuera posible. Una mayoría de electores en la Ciudad de México, donde se podían monitorear los resultados de cerca, incluso votó en contra del PRI. No obstante, cuando el candidato de la oposición de centroizquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, parecía estar a la cabeza de la contienda presidencial, hubo una conveniente falla en las computadoras y el gobierno desafió a la oposición a que comprobara su ventaja. Muchas personas pensaron que Cárdenas había ganado, pero todavía no estaban listas para salir a las calles y defender su victoria. Por lo tanto, el 1.° de diciembre de 1988, Carlos Salinas de Gortari, del PRI, fue investido presidente.

Recuerdo que hace años alguien me dijo que el sistema político mexicano era como ese juego de niños en el que se va pasando un fósforo encendido de mano en mano alrededor de un círculo, hasta que alguien se quema y lo suelta. En ese sentido, el deber fundamental de todo presidente es pasar el fósforo y, al igual que sus predecesores, Salinas no quería ser recordado como el último emperador de la dinastía del PRI. No obstante, en retrospectiva está claro que cometió un error básico de cálculo: dedujo que a Cárdenas le había ido bien en 1988 porque la economía del país era un desastre, y no porque las personas quisieran un cambio más extenso.

Un mal momento, o quizá fortuito
Así pues, se olvidó de las promesas previas de reforma política y se dispuso a modernizar la economía, en particular por medio de la privatización de cientos de empresas propiedad del Estado y de la vinculación de México con Estados Unidos y Canadá a través del Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

Al poco tiempo, los empresarios mexicanos y extranjeros, así como los agentes de bolsa, empezaron a alabarlo como un hacedor de milagros mientras se precipitaban a invertir en el territorio. En noviembre del año que acaba de terminar, luego de elegir a un colaborador leal, Luis Donaldo Colosio, como el candidato a la presidencia por el PRI para las elecciones del 21 de agosto, Salinas se sentía confiado de que la transición del poder se llevaría a cabo sin contratiempos, y que sus políticas seguirían en vigor.

Entonces, ¿cómo fue que Chiapas cambió tanto? En parte fue debido a la época. Si el levantamiento hubiera sucedido a principios del sexenio, probablemente se habría descartado como un problema aislado. Sin embargo, el sistema siempre está en su punto más vulnerable durante el último año del periodo presidencial, cuando el poder empieza a pasar del dirigente en funciones a su sucesor. En 1976 y 1982, hubo crisis económicas terribles; en 1988, se dio el ascenso de Cárdenas, y el 1.° de enero de 1994, los zapatistas despertaron la exigencia de cambio político que había estado latente desde 1988.

En las montañas de Chiapas, no me sorprendió escuchar cómo la gente vituperaba en contra del gobierno, el PRI y todos sus esbirros locales. Lo que me pareció nuevo fue la creencia de que la rebelión podría marcar una diferencia. En la Ciudad de México, el eco del levantamiento se escuchaba aún con más fuerza. Por ejemplo, en un mitin de campaña al que asistí, todas las referencias que hizo Cárdenas a los zapatistas provocaron un vitoreo estruendoso. Los periódicos y las estaciones de radio (a diferencia de la televisión) hablaron más abiertamente del asunto. Tanto intelectuales como empresarios me aseguraron que nada volvería a ser igual. La imagen de Salinas empezó a desmoronarse conforme su “milagro” era atacado por haber creado una nueva riqueza inmensa para unos pocos y haber dejado a los pobres con una rebanada todavía más pequeña del pastel.

Sin embargo, lo más dramático es que todo esto ha adoptado la forma de una exigencia creciente de democracia. Y con las discusiones entre el gobierno, el PRI y el Ejército para acordar cómo deben responder, de pronto el sistema está frente a interrogantes más fundamentales que cualquier rebelión localizada. ¿Acaso deben realizarse elecciones limpias este año? Si gana Colosio, ¿habrá quien crea en él? Si pierde, ¿el PRI cederá el poder? Con un tono cada vez más desesperado, ahora el gobierno está tratando de convencer a la oposición, y al electorado, de que las elecciones no serán fraudulentas. No obstante, amigos míos en el PRI saben que tienen un problema: solo unos pocos mexicanos creen en las nuevas pretensiones de rectitud del régimen.

Tras haber dado seguimiento a cada cambio de gobierno desde 1970, no puedo recordar un momento en el que el PRI se haya visto tan acorralado. Claro que no hay ninguna certeza de que incluso el principal opositor, Cárdenas, quien se ha postulado de nuevo, pueda vencer a Colosio. Sin embargo, en esta ocasión, el estado de ánimo del país es diferente: para evitar disturbios, Cárdenas tendría que admitir la derrota. Además, hay otro tema.

En el pasado, el sistema político mexicano había escapado del escrutinio externo. Pero, desde la firma del TLCAN, tanto el Congreso como los grupos defensores de los derechos humanos y la prensa de Estados Unidos están ansiosos por poner a prueba la afirmación de que México es una democracia. Así que este año, incluso Washington debe refrendar la legalidad de las elecciones. Con razón el PRI está tan preocupado.

Por: Alan Riding

Una nota sobre el archivo: Esta traducción proviene de la versión digitalizada de un artículo rescatado del archivo de textos impresos de The Times, antes del surgimiento de la publicación en línea en 1996. Con el fin de conservar los artículos tal como se presentaron originalmente, el Times no les hace ninguna modificación, edición ni actualización.