El bamboleo del planeta, que apenas dura un segundo, aún sobrecoge. Este fenómeno astronómico que marca la noche más larga del año dio origen a las fiestas paganas que precedieron a la Navidad. El año está lleno de celebraciones y fiestas sagradas (aunque cada vez son menos sagradas), y la temporada navideña es la que está más llena de todas. Muy pronto estaremos —si no lo estamos ya— deseándonos unos a otros “Feliz Navidad”, “Bon Nadal”, “Bo Nadal” o “Eguberri on”. Pero antes llega el solsticio de invierno, el fenómeno astronómico que marca el día más corto y la noche más larga del año.

Todavía debería sorprendernos cómo se bambolea nuestro mundo. El planeta gira inclinándose sobre su eje como una peonza y, por tanto, rodea el Sol, situado en un ángulo que determina cuánta luz recibe cada parte del planeta en un momento dado. El mundo no solo da vueltas: su forma se altera ligeramente y su eje se mueve, un proceso denominado nutación, que quiere decir “cabeceo”. La inclinación de la Tierra y los efectos de su rotación diaria hacen que los dos puntos del cielo a los que apuntan los extremos opuestos del eje varíen muy despacio, en un círculo que se completa cada 26.000 años. A medida que la Tierra recorre su órbita, en el plazo de medio año, el hemisferio polar más alejado del Sol y que por tanto está en invierno se inclina hacia él y entra en el verano.

Aunque el solsticio no dura más que un instante, en algunas culturas lo consideran la mitad del invierno y en otras, en cambio, su principio. La mayoría de nosotros sabe todo esto, pero el paso de las estaciones sigue teniendo algo de sobrenatural. En Solstice (solsticio), un relato publicado por la escritora estadounidense Anne Enright este año en la revista The New Yorker, un hombre casado vuelve en coche a casa ese día. “Era el cambio del año”, empieza la historia. “Esas pocas horas que son como el parpadeo de un ojo inmenso, la justa luz para comprobar que el mundo sigue ahí, antes de volver a cerrarse… Parecía el final de las cosas. Daban ganas de recuperar la religión… Pensó en la posibilidad de que esta vez no saliera bien. De que esta vez el mundo girase y girase hasta hundirse en las sombras… En ese momento, lo creyera él o no, el sol se detendría en el cielo, o parecería detenerse. Interrumpiría su descenso y empezaría su lento viaje de regreso al verano y al centro del cielo”.

Desde siempre, los solsticios han provocado un extraordinario abanico de reacciones: ritos de fecundidad, fiestas del fuego, ruedas ardientes, ofrendas a los dioses. Solsticio procede de las palabras latinas sol y sistere, “detenerse”. Muchas costumbres invernales de Europa Occidental proceden de los antiguos romanos, que creían que el dios de las cosechas, Saturno, había gobernado la Tierra en una época anterior. Por eso celebraban el solsticio de invierno —y su promesa de la vuelta del verano— con las Saturnales, unas grandes fiestas llenas de regalos, intercambio de papeles (los esclavos reprendían a sus amos) y festividades públicas entre el 17 y el 24 de diciembre.

Los romanos no tenían claro cuándo celebrar el solsticio de invierno. Julio César decretó que el día más corto era el 25 de diciembre

La transición del Imperio Romano y sus rituales paganos al cristianismo se prolongó durante varios siglos y culminó en el gran triunfo militar de Constantino en el año 312. Él volvió a unir el imperio y puso fin a medio siglo de guerra civil. Constantino atribuyó su victoria al dios cristiano y promulgó unas leyes que promovían el cristianismo. Así que se apropió de muchas costumbres paganas para modificarlas, de forma que el Sol y el Hijo de Dios quedaron indisolublemente unidos en la cabeza de la gente.

Aunque el Nuevo Testamento no ofrece ningún indicio de la verdadera fecha en la que nació Jesús (los primeros autores hablan más bien de primavera), en el año 354 Liberio, obispo de Roma, la fijó en el 25 de diciembre. En todos los países cristianos, la Navidad absorbió gradualmente todos los demás ritos del solsticio de invierno, de modo que, por ejemplo, los discos solares que antiguamente se pintaban tras las cabezas de los gobernantes en Asia pasaron a ser los halos de las figuras cristianas; la Misa del Gallo española, la misa de medianoche, se llama así porque se supone que cantó un gallo la noche que nació Jesús. Hasta entonces, los gallos se relacionaban con el sol, porque más bien cantan antes del amanecer. Pero la tradición cristiana los incluyó en el relato de san Pedro y su triple negación de Cristo antes de que el gallo cantara tres veces, y acabaron simbolizando al pecador que acepta el perdón divino a través de Jesucristo.

Durante mucho tiempo, a las festividades se les asignaba una fecha aleatoria. Los romanos no tenían claro cuándo celebrar el solsticio de invierno. Julio César decretó oficialmente que el día más corto del año era el 25 de diciembre. En el siglo I después de Cristo, Plinio lo situó en el 26, y su contemporáneo Lucio Columela, experto en agricultura, escogió el 23. En el año 567, el Concilio de Tours proclamó que todo el periodo desde Navidad hasta la fiesta de la Epifanía debía ser un mismo ciclo, y en el siglo VII estaba ya vigente el periodo de 12 días de paz, vida hogareña, fiestas y espíritu caritativo.

Sin embargo, el solsticio de invierno sigue cambiando de día. Puede caer en cualquier punto entre el 20 y el 22 de diciembre, dependiendo del huso horario. No es frecuente que caiga el 22 de diciembre: el último fue en 1975 y no se repetirá hasta 2203. El de este año se producirá para el centro de España exactamente el 21 de diciembre, a las 17.28.

Al final del relato de Anne Enright, el padre vuelve a casa y se dirige al dormitorio de su hijo. El niño está en la cama, sentado con las piernas cruzadas y los ojos apretados.

—Silencio —dice—. ¿Está pasando?
—Dentro de un minuto —responde el padre.
—¿Ya?
Pasan los segundos. El niño aprieta todavía más los párpados.
—¿Ya?
—Sí.

Richard Cohen es editor y autor de ‘Persiguiendo el sol. La historia épica del astro que nos da la vida’ (Turner) y de ‘How to Write Like Tolstoy’, cuya traducción en español será publicada en otoño de 2018 por Blackie Books.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia