Cándida y Eugenia, de Formosa, sueñan con ver renacer sus plantas de maíz, mandioca, poroto y zapallo, que amanecieron marchitas un día de febrero después de una fumigación en campos linderos donde se produce soja transgénica. Cristina, tucumana, espera algún día ampliar su pequeña chacra, cambiar la plantación de tabaco por otra que afecte menos su salud y dejar de contar peso por peso para mantener a su familia. Silvia, de Salta, pelea para que su comunidad aborigen recupere sus campos y viviendas, de donde fueron echados a golpes y balazos un mes atrás. Susana, misionera, pide una jubilación como pequeña productora agropecuaria y garantías de atención médica. Son sólo cuatro de 500 mujeres campesinas y aborígenes que viajaron de todas las provincias para reunirse en Buenos Aires en un primer encuentro nacional. Es lo que se vio en el masivo Encuentro Nacional de Mujeres Campesinas y Aborígenes, donde hubo múltiples paneles temáticos, en los que se pudieron escuchar historias concretas, y talleres en los que las participantes intercambiaron experiencias y detallaron sus principales problemáticas. Todas estas cuestiones las volcaron en un documento de 105 puntos que entregaron al Gobierno Nacional, que también abarcó cuestiones sobre educación, identidad y medioambiente. “Todo lo que proponemos”, dijeron las mujeres, es “desde la dignidad de los derechos y no desde la lástima”. Página 12 (Buenos Aires), 19 de octubre de 2003. 

 
Buenos Aires, 19 de octubre de 2003.
MUJERES CAMPESINAS Y ABORIGENES EN LA CAPITAL
Por Irina Hauser

Un encuentro de mujeres que hablan de cosas de la tierra

Para muchas era la primera salida de sus pueblos. Para otras, la primera visita a la gran ciudad. Para todas, un foro para intercambiar experiencias y coordinar acciones entre mujeres que son ejes de sus propias economías rurales, en pequeñas producciones de cinco hectáreas. La discusión sobre la tenencia de la tierra y los servicios de salud.


Ataque a aborígenes

El 17 de septiembre a las ocho de la noche, unos 50 policías sin orden judicial desalojaron a los golpes a 150 aborígenes que vivían, en sus casitas de troncos en La Loma, cerca del pueblo salteño Hipólito Irigoyen. Silvia Cañanima, de la comunidad Ava Guaraní, no estaba allí de pura casualidad. Se enteró cuando todo estaba ocurriendo y corrió con una cámara de fotos para registrar lo que ocurría. Ella sabía, por su militancia social, que ese tipo de testimonio podría servirle paradenunciar los abusos. “Pude fotografiar a los policías de civil y a la gente golpeada. Mi padrastro fue el más afectado, le quebraron las costillas”, repasa. Eso le valió aprietes y amenazas posteriores de policías, que la agarraron en la calle y le advirtieron que no buscara más pruebas o de lo contrario también la arrestarían. “Llevaron a todos detenidos, incluso a mujeres y niños, y salvo los menores quedaron todos presos durante cinco semanas”, denuncia. Silvia, de 21 años, cuenta que la gente expulsada ahora está viviendo “en casas de blancos que les ofrecieron un lugar en el pueblo”. La Loma, el lugar donde tres comunidades indígenas vivieron siempre, dedicados a la siembra y cría de animales y artesanías, está prácticamente desolada. “Un empresario norteamericano, del Ingenio El Tabacal, quiere la zona para plantaciones de caña de azúcar. Además de que es un lugar nuestro, es muy bonito y bastante turístico”, dice. Silvia estaba construyendo su propia casa allí donde ocurrió el desalojo. Mientras tanto seguirá viviendo con sus abuelos, cinco hermanos y los tíos. “Ultimamente comemos día por medio”, dice con increíble naturalidad. 

Aprender a vender

En Colonia Alberdi, en Misiones, hace algunos años nadie quería salir a vender lo que producía en sus chacras. “Había temor a exponer la producción en una feria, y sobre todo había miedo en las mujeres a no ser bien vistas, a enfrentarse con la sociedad”, dice Susana Benedetti, de 52 años, pequeña productora de la zona y vieja militante del Movimiento Agrario de la provincia, detenida siete años y medio durante la dictadura militar por su pertenencia, también en la iglesia del tercer mundo. Susana cuenta que la crisis económica de los últimos años llevó a campesinas y campesinos a echar mano a todos los recursos. “La primera feria se armó en Oberá y actualmente hay otras en más de 32 localidades misioneras, algunos incluso abastecen a comedores escolares”, señala. Susana, una mujer robusta, de pelo corto rubión y anteojos con marco dorado, es hija de agricultores italianos inmigrantes y tiene 14 hermanos. Es entrerriana, pero fue a parar a tierra misionera “por cuestiones de amores”, recuerda. “Ahora estoy separada y tengo mi propia chacra. Produzco yerba, hortalizas, mandioca, tengo pollos y elaboro lácteos. Vendo en la feria franca”, detalla. De todos modos, dice que tiene mucha energía puesta en el movimiento campesino y en el trabajo con las mujeres puntualmente. “Estamos tratando de frenar los desalojos, que han sido muy fuertes sobre todo en la zona de El Soberbio y han afectado a las comunidades aborígenes cercanas a Iguazú. 
Por otro lado, es gravísima la contaminación y las consecuencias para la salud. En Misiones la gente toma agua de la vertiente contaminada por insecticidas y herbicidas. Estamos detectando innumerables casos de malformaciones y cada vez más de leucemia que, al parecer, están relacionados con eso”, puntualiza. Susana tiene, además, una fuerte apuesta para conseguir, como mujer campesina, un seguro social y una jubilación. 

La maestra del tabaco

Desde chiquita, Cristina Juárez, una tucumana de 46 años, pelo encrespado y blusa amarilla de bambula, aprendió de su papá los secretos del cultivo del tabaco. Hubo un tiempo en que, además, les enseñaba a leer y escribir a sus vecinos y a algún que otro familiar, apenas con lo que ella había aprendido en la escuela primaria. La secundaria no la hizo, porque el colegio quedaba a 20 kilómetros de su casa. Durante su juventud, pasaba todo el día en “el cerco”, trabajando para un patrón y cuando al atardecer volvía a su casa, se cortaba un trozo de tortilla, encendía el candelero y esperaba a sus “alumnos”. “No teníamos luz, así que hacíamos la clase en la penumbra, escuchando en mi radio a transistores las lecciones de un programa de alfabetización. Para mí era dar un servicio”, recuerda. Cristina pasa suavemente sus dedos delgados por unas manchas tenues que tiene en la cara, los brazos y el escote. “Las tengo de tanto fumigar manualmente. Lo hago porque de lo contrario, no logramos que crezca nada. Sabemos que no hace bien, incluso por causa de las fumigaciones aéreas todos los años entre diciembre y enero un centenar de nuestros pobladores terminamos internados por intoxicación. Siempre vuelve a pasar lo mismo. En mi caso, además de problemas de piel tengo de estómago”, dice, resignada. Alguna vez, cuenta, intentó cambiar de rubro. “Probé con producción de pollos, huevos y hortalizas, pero no rendía”, explica. En 1984, repasa, se organizó en una cooperativa con otras tres mujeres y un varón. La llamaron Cooperativa El Sacrificio. “Veíamos que otros grupos lo hacían y habían logrado desprenderse de los patrones. Llevó tiempo hasta que conseguimos nuestra primera hectárea, hoy tenemos tres y un mercado que nos compra”. Los ingresos, aclara, son igualmente fluctuantes y para ella, que mantiene a sus padres, a una hermana y sus sobrinas, con frecuencia el mes se hace cuesta arriba. Cristina nunca se casó. “No se me cruzó por la mente.”

Cándida y Eugenia

Cándida Fernández, de 53 años, y Eugenia Jiménez, de 50, son vecinas en la Colonia Loma Senés, en Formosa, y compañeras del Movimiento Campesino Formoseño (Mocafor). Hasta fines de los ‘90 vivían del cultivo de algodón, pero la caída de los precios las obligó a buscar otras estrategias de supervivencia. Comenzaron a sembrar mandioca, batata, maíz, poroto, zapallo, morrones y cebolla y a elaborar lácteos. Lo que obtienen lo destinan para autoconsumo y el excedente lo venden en la feria franca de Pirané. “Veníamos notando que la producción no rendía como antes. Y el 2 de febrero tuvimos una sorpresa: nuestras plantas amanecieron todas caídas. Nos picaban los ojos y nos salieron ronchas. Algunos vecinos tuvieron diarrea, dolores de cabeza terribles y hasta hemorragia nasal. En los campos linderos, donde se produce soja transgénica, habían usado una mezcla, un veneno, para matar la soja guacha (la que queda después de la cosecha) y lo habían pulverizado sin tener en cuenta que había tormenta con viento norte”, detalla Cándida, de pelo corto, piel curtida y voz bajita. Ni la policía ni nadie les recibía la denuncia. Ningún organismo público quería intervenir y terminaron golpeando la puerta de la casa del intendente, que tampoco hizo demasiado. Recién a fines de marzo consiguieron que una jueza prohibiera por seis meses a la empresa ANTA la fumigación con glifosato, “una sustancia a la que sólo es resistente la soja transgénica”, dice Cándida. En septiembre, protesta, volvieron a fumigar. Mientras los campesinos de Lomas Senés esperan una resolución dela Cámara de Apelaciones, que aún no llega, están sin poder producir casi nada. “Casi no tengo ingresos. Me las rebusco porque tengo vacas lecheras y granja, entonces hago queso y vendo huevos. Me levanto todos los días a las cinco de la mañana y ordeño mientras mis hijas limpian la casa. A pesar de mis esfuerzos y los de mi marido tuvimos que pedir un plan social”, dice Eugenia, con pelo ondulado, ojos verdes y cara aniñada. Cándida cuenta que entre los vecinos se las arreglan también haciendo trueque y que ella consigue otro pequeño ingreso trabajando como cocinera de la escuela de la zona. “Sembrar y cocinar es lo que sé hacer”, comenta. Ante los avatares, además, las mujeres de la colonia se las ingeniaron para montar un proyecto productivo de elaboración de harina de maíz y alimento balanceado. Consiguieron una máquina multiuso y, en estos días, ante una mínima recuperación, la están pudiendo estrenar y está a disposición de todos los vecinos. 

Cándida y Eugenia, de Formosa, sueñan con ver renacer sus plantas de maíz, mandioca, poroto y zapallo, que amanecieron marchitas un día de febrero después de una fumigación en campos linderos donde se produce soja transgénica. Cristina, tucumana, espera algún día ampliar su pequeña chacra, cambiar la plantación de tabaco por otra que afecte menos su salud y dejar de contar peso por peso para mantener a su familia. Silvia, de Salta, pelea para que su comunidad aborigen recupere sus campos y viviendas, de donde fueron echados a golpes y balazos un mes atrás. Susana, misionera, pide una jubilación como pequeña productora agropecuaria y garantías de atención médica. Son sólo cuatro de 500 mujeres campesinas y aborígenes que viajaron de todas las provincias para reunirse en Buenos Aires en un primer encuentro nacional. Allí plantearon sus reclamos, que las muestran protagonistas de un enorme contrasentido: a pesar de que ellas y sus familias representan un gran potencial productivo, se los expulsa de sus tierras, sus plantaciones son destruidas y viven en condiciones precarias.
El tan celebrado crecimiento económico, a la mayoría de las mujeres del campo ni siquiera las roza. Es lo que se vio en el masivo Encuentro Nacional de Mujeres Campesinas y Aborígenes, donde hubo múltiples paneles temáticos, en los que se pudieron escuchar historias concretas, y talleres en los que las participantes intercambiaron experiencias y detallaron sus principales problemáticas. Para ellas, la reactivación general por sí misma no significa nada y sus realidades cotidianas demuestran la subsistencia de problemas estructurales de distribución de la riqueza. El evento se hizo en Capital Federal por ser, explicaban, “el lugar donde se toman las decisiones que definen las políticas de la Nación”. Una de sus principales demandas se centra en impulsar una reforma agraria.
La mega-reunión fue convocada por la Red de Técnicas e Instituciones de todo el país que trabajan con Mujeres Rurales, conocida como Trama, en la que convergen organizaciones no gubernamentales e instituciones públicas. Las campesinas y aborígenes que asistieron representan a unas 600 mil mujeres organizadas del campo y desafían el aislamiento en que se encuentran al vivir en zonas alejadas y con escasas vías de comunicación. De hecho, muchas de las que viajaron nunca habían salido de sus pueblos. Son pequeñas productoras, que trabajan en todo tipo de siembra, cría de ganado y animales de granja y en la confección de tejidos. Producen para autoconsumo y venta, en extensiones que rondan las 5 hectáreas o un poco más.
Durante tres días se las vio saltando de reunión en reunión por la planta baja y el primer piso de un hotel en Plaza Miserere. Algunas con sus ropas típicas, otras con polleras rectas y zapatos bajitos, otras con bebés en brazos. En el salón principal, una bola espejada de discoteca desentonaba con la ronda de puestos con productos regionales que montaron para mostrar y vender algo de lo que hacen en sus lugares de origen. Hubo escabeches, dulces, ropa de telar, artesanías y libros también. Se las veía con un entusiasmo desbordante, querían contar todo y, así, rompían el protocolo sin ninguna preocupación, capaces de pararse en medio de algún discurso y contar algo que les pasó o de ponerse a cantar casi a los gritos sus propias canciones.
Sobre el final de las jornadas, un grupo de profesionales técnicas que trabajó en la coordinación, evaluaban dos problemas que se presentan claramente como los más acuciantes:
  • La tenencia y posesión de la tierra: A pesar de que los casos de desalojo de campesinos e indígenas más resonantes vienen ocurriendo en Santiago del Estero y en el Sur del país, lo mismo sucede en otras provincias como Salta, Jujuy y Misiones. Supuestos dueños o compradoresechan a la gente de sus campos, a veces con intervención de fuerzas de seguridad o de grupos paramilitares con amparo policial. “Este proceso de usurpación, a menudo dado por la llegada de inversiones extranjeros, se produce de manera muy violenta”, dice Luisa Vivanco, una psicóloga de Tucumán. Otras veces, quienes se dicen propietarios intentan entablar acuerdos con los lugareños y los terminan arrinconando. Marcan su ocupación con alambrados y otros recursos. Esto redunda en el éxodo forzoso a zonas urbanas, la pérdida de los medios de subsistencia y del entorno social, explica la especialista.

  • Los aborígenes tienen derecho a la tierra por ser pueblos originarios y piden que se apliquen las normas vigentes. Los campesinos no tienen leyes especiales. Algunos han poseído terrenos por varias generaciones y no tienen regularizada su situación dominial. “El problema es que están invisibilizados desde el Derecho por su condición de pobres”, señala Silvia Borcelino, de Prodemud, una ONG santiagueña. Los cálculos de varias organizaciones campesinas indican que unos 100 mil productores fueron expulsados de sus campos en los últimos diez años. La reforma agraria que los movimientos campesinos y de indígenas reclaman apunta, en buena medida, al reconocimiento de la posesión de sus tierras.
    A este tema, se suman las dificultades en el acceso al crédito para ampliar sus campos y poder producir más y mejor. En ese sentido las mujeres reunidas en Buenos Aires reclamaron “exención de cargas impositivas o tasas diferenciadas”, loteos de tierras fiscales “con crédito blando” para pobladores rurales que no tienen nada, y que “la distribución de tierra sea acorde a las posibilidades de cada familia o región, sin favoritismos partidarios”. Pidieron al Gobierno que se haga cargo de devolver sus campos a las familias desalojadas.
     
  •  Insuficiencias en salud pública: Muchas mujeres contaron que en la mayoría de los hospitales públicos les cobran por atenderse. Junto con la gratuidad reclamaron la presencia de centros de salud en el campo que cuenten mínimamente con personal capacitado y medicamentos. Pidieron otras cuestiones básicas como agua potable, que se aplique la ley de Salud Reproductiva en todas las provincias y áreas rurales (con la distribución de anticonceptivos) y “que las mujeres que sufren violencia sean escuchadas y reciban el apoyo que necesitan”.

  • El alerta sobre el uso de agroquímicos y agrotóxicos está cruzado por dos temas: los riesgos para la salud y para las plantaciones de los pequeños productores y minifundistas. Cuando las grandes empresas fumigan con sustancias nocivas, no hay casi servicios de salud que solventen los tratamientos por intoxicaciones o de los problemas de piel que los afectan.
Tampoco hay quien rescate a los agricultores de la pérdida de sus cosechas a causa de productos utilizados en plantaciones de transgénicos, ni quien les dé salida ante el deterioro de las condiciones de producción.
Las campesinas y aborígenes piden que se las reconozca como productoras y, como tales, tener –por ejemplo– el acceso a un seguro social y una jubilación.

Todas estas cuestiones las volcaron en un documento de 105 puntos que entregaron al Gobierno Nacional, que también abarcó cuestiones sobre educación, identidad y medioambiente. Algunas de las participantes se desilusionaron porque no fue el presidente Néstor Kirchner al cierre del encuentro, donde lo habían invitado, pero trataron de conformarse con la visita relámpago de su hermana, Alicia Kirchner, la ministra de Desarrollo Social. “Todo lo que proponemos”, dijeron las mujeres, es “desde la dignidad de los derechos y no desde la lástima”.
 
 

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