El próximo gobierno estará frente a un problema que no se ha abordado con rigor técnico, y para cuya solución se carece de una estrategia clara y con mirada de Estado. Una nueva política indígena debería reformular la asignación colectiva de tierras y brindar educación, capacitación y cultura para asegurar una plena integración mapuche. La preservación de las raíces y de un modo de vida que perpetúe su tradición ha de ser voluntaria, no forzada por la ley, pues es inaceptable cerrar a todo este segmento la opción de integrarse igualitariamente a nuestra sociedad.

La política indígena de los últimos 20 años ha sido desdibujada, confusa e ineficaz. Su piedra angular, el Fondo de Tierras y Aguas, no ha mostrado resultados positivos, y existen fundados cuestionamientos a sus muchos efectos no queridos. Entretanto, la identidad de nuestros pueblos originarios se sigue debilitando y no se superan sus problemas de extrema pobreza, marginación y no integración plena al cuerpo nacional.

Cuando en 1993 se inició la aplicación de la actual legislación indígena, fruto de la política dispuesta por el gobierno del entonces Presidente Aylwin, la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi) -nuevo ente público encargado de promover, coordinar y ejecutar la política indígena- se puso por meta adquirir tierras y aguas para traspasarlas a comunidades mapuches. Esta estrategia, sin embargo, no ha producido los resultados anunciados y la Conadi no sólo ha fracasado, sino que ha estado envuelta en una sucesión de irregularidades.

Conceptualmente, quizá el peor error de orientación ha sido propiciar la tenencia colectiva de tierras por las comunidades indígenas, un modo de producción completamente obsoleto en el mundo actual. Así, a resultas de la Ley Indígena vigente, los mapuches no disponen individualmente de derechos de plena propiedad y se persiste en hacer creer que pueden vivir de la agricultura, en tierras a menudo no aptas para ello, y sin dotarlos de los conocimientos, capitales y demás elementos necesarios para sacar adelante un emprendimiento tan complejo. Peor aún, eso implica una restricción de libertades básicas que no se impone al resto de los chilenos. Este forzamiento es especialmente contraproducente si se considera que, según una encuesta del Centro de Estudios Públicos, el 65 por ciento de los indígenas vive en ciudades. Siendo así, la política indígena ha estado erróneamente centrada en una minoría campesina, más que en buscar la definitiva fusión del pueblo mapuche como un todo con la sociedad chilena.

La Ley Indígena reconoce a estas comunidades como entidades cultural e históricamente diferenciadas, pero la Conadi ha actuado con un criterio asistencialista y paternalista que debe ser sustancialmente modificado: la justa preservación de su cultura no puede traducirse en que el país mantenga a los indígenas en un perenne y penoso subdesarrollo. Esta suerte de experimento antropológico sui géneris no puede admitirse como política pública y debe terminar cuanto antes.

A los predecibles y predichos resultados de violencia promovida por grupos extremos -con múltiples y peligrosos apoyos internacionales, como se anticipó que sucedería-, las autoridades han respondido con ideas tales como reconocimientos constitucionales o representantes elegidos al margen del sistema electoral nacional. Pero nada de eso contribuye de modo efectivo a la solución de los problemas citados. Se repiten, entonces, las improvisaciones y se intentan distintos adornos a una política insatisfactoria, sin una estrategia de largo plazo, que trascienda a los gobiernos de turno.

Junto a lo anterior, un conjunto de improvisaciones desorientadas y contradictorias en diversos aspectos, más que clarificar el panorama, continúan oscureciéndolo. Por ejemplo, el Gobierno logró la aprobación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, pero no ha tenido capacidad para ponerlo en práctica, ni hay certeza respecto de sus repercusiones indeseables, si lo hiciera. También difundió un "Código de Conducta Responsable Empresarial", cuestionado por diversos sectores, en gran medida porque tampoco tiene una mirada de Estado que pueda insertarse en una estrategia coherente y conducente.

El ministro Viera-Gallo, que ha tenido apreciaciones realistas sobre el tema que recientemente se le ha encargado, anunció a comienzos de octubre que no se asignarían tierras a los violentistas. Pero, dos meses más tarde, su discurso ha cambiado y ahora plantea que el criterio es asignar tierras a participantes en hechos de violencia, cuando han cumplido su condena. Con este enfoque se diluyen del todo los incentivos que se habían fijado para un comportamiento acorde con el Estado de Derecho, abriendo la puerta a que se sigan validando -o, por lo menos, no condenando expresamente- situaciones antijurídicas.

Por años, los indígenas han sido objeto -nunca sujetos- de una serie de medidas legales y administrativas que se han centrado en las reivindicaciones relativas a sus alegados títulos ancestrales, con los que invocan derechos de propiedad sobre predios agrícolas que no les pertenecen. En esta pugna entre sus pretensiones y las de los propietarios, los hechos de violencia se han sucedido año tras año, originando millonarias pérdidas al agro y a los propietarios de tierras, y cientos de víctimas por atentados de distinta índole. Al respecto, sólo muy recientemente el Gobierno ha mostrado voluntad política para perseguir y sancionar tales ilícitos. La constante anterior era la calificación de "hechos aislados" para tratar de explicar lo ocurrido, pese a la reiteración de los ataques que, en algunos casos, sumaron casi un centenar en contra de un mismo dueño de tierras en una misma zona. No obstante, esto ha llevado a la compra urgente de tierras a precios que, en muchos casos, están por encima de los valores de mercado, sin que existan resguardos efectivos de que tales pagos son justos y apropiados, y no fruto de una concertación indebida.

En suma, el próximo gobierno estará frente a un problema que no se ha abordado con rigor técnico y para cuya solución es evidente que se carece de una estrategia clara y con mirada de Estado. El resultado ha sido frustración, confusión y fracaso. Frente a este panorama, la ciudadanía tiene derecho a preguntarse quién se está beneficiando con esta política que, a fin de cuentas, poco ayuda a las comunidades a resolver las situaciones en que se encuentran.

Es evidente, por lo tanto, que un asunto apremiante que deberá abordar el próximo período presidencial será el diseño y la aplicación de una nueva y muy diferente política de desarrollo para los pueblos originarios, atacando en su raíz la extrema pobreza. Ella debería reformular sustancialmente la asignación colectiva de tierras y brindar una educación que preserve sus raíces y un modo de vida que perpetúe su tradición, pero en forma voluntaria, no forzada, pues es inaceptable cerrar a todo este segmento la opción de integrarse igualitariamente a nuestra sociedad.

Por cierto, urge una atención preferente al caso de los estudiantes universitarios mapuches que, reclutados por violentistas, dejan las universidades para sumarse a "la causa", abandonando sus carreras y afectando su futuro.

En todo caso, deberían estudiarse también como modelo conducente aquellas loables situaciones en que, calladamente, algunas empresas privadas y ciertas comunidades ya han puesto en aplicación fórmulas viables de asociación productiva sólida, que parecen llamadas a desarrollos productivos y de buen efecto social.