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Domingo 24 de junio de 2001

LEUVUCO, LA PAMPA
Ya están en el desierto pampeano los restos del cacique Mariano Rosas

Su tumba había sido profanada hace 122 años por un coronel · Y su cráneo terminó en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata · La restitución a sus descendientes se hizo por ley del Congreso de la Nación

SIBILA CAMPS. Leuvucó, La Pampa. Enviada especial..
 
CEREMONIA. Un grupo de indígenas va al mausoleo donde quedará depositada la urna con los restos del cacique ranquel

Ayer, tras 122 años, los restos del cacique ranquel Mariano Rosas volvieron a Leuvucó, en medio del desierto pampeano. Allí había nacido, de allí lo arrancaron los huincas, allí volvió para no irse nunca más. Allí murió y fue enterrado con grandes honras. Hasta que un militar profanó su tumba, y su cráneo terminó en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

Restituir los restos a sus descendientes llevó ocho años y una ley del Congreso de la Nación. No servirá para devolver la vida ni las tierras a tantos ranqueles y mapuches borrados del mapa por las campañas al Desierto. Pero da cuenta de la voluntad de las autoridades nacionales y provinciales de asumir la historia no oficial.

Existen más dudas que certezas acerca de los orígenes de la nación rankülche, de la que Mariano fue cacique general. Se cree que fueron "colonizados" o al menos asimilaron fuertes influencias de los mapuches, cuyo idioma comparten. Para 1830, cuando el Gobierno nacional borroneaba un proyecto de país, "los indios" ya habían sido puestos afuera y constituían el enemigo público número uno.

Panguithruz Güor —"zorro cazador de leones", su verdadero nombre— tenía unos 9 años en 1838, cuando junto con otros chicos fue tomado prisionero y llevado a la estancia de Juan Manuel de Rosas. El Restaurador lo hizo bautizar, lo llamó Mariano y le dio su apellido.

Seis años después, cuando los muchachos ranqueles escaparon y volvieron a sus tolderías, Mariano decidió conservar de la civilización sólo lo que le servía: la destreza en las faenas rurales, la habilidad para multiplicar el ganado, el saber leer y escribir, las ventajas de la higiene, su nombre cristiano y la gratitud por su padrino, que no confundió con dependencia.

Lideró largos y prósperos períodos de paz con los blancos. Y murió el 18 de agosto de 1877, presuntamente de viruela. En los dos años siguientes, su pueblo fue exterminado o confinado a los médanos. En 1879, el coronel Eduardo Racedo descubrió su tumba y se alzó con su cráneo.

La profanación fue menos un trofeo de guerra que un acto de codicia. Los ranqueles creían en la transmigración del alma y enterraban a sus muertos con sus pertenencias más valiosas. En el caso de los caciques, al sacrificio de sus mejores caballos se sumaban el apero con toda su platería, y dinero en monedas.

La pampa a la que volvió Mariano tiene tantas contradicciones como cardos. Victorica, el pueblo de 5.500 habitantes donde hizo escala la urna, se fundó en 1882, con el primer fortín levantado en tierras arrebatadas a los ranqueles. La plaza principal se llama Héroes de Cochicó, nombre de la batalla que definió la conquista. Envueltos en la bandera de la nación rankülche, sus restos fueron velados el viernes por la noche en el hermoso salón municipal, presidido por un busto del coronel Ernesto Rodríguez, fundador del fortín.

Recluidos en herméticas nubes de recuerdos, los lonkos (caciques) abrieron la urna y dejaron el cráneo al descubierto. "Es para que los descendientes puedan verlo por última vez", explicó Ana María, sobrina tataranieta de Mariano.

Banderas en mano, vincha en la frente y cubiertos con ponchos, numerosos lonkos ranqueles y mapuches —incluso de otras provincias— soportaron la ferocidad del frío pampeano para dar su adiós. Cuando indígenas y paisanos a caballo trajeron la urna, los recibieron al son de trutrukas (cornetas), pifilkas (pequeñas flautas de pan), kaskawillas (grandes cascabeles) y el batir del kultrun, el tambor mapuche.

Frente a un palco atestado de funcionarios y legisladores, en medio de abanderados de escuelas de la zona y ajenos al hormigueo de filmadoras, cámaras, grabadores, micrófonos y celulares, los dirigentes indígenas se acercaron al mausoleo grabado en madera de caldén (ver Poco......).

Como antaño, tuvieron prioridad los ancianos, hombres y mujeres menudos con rostros que el tiempo convirtió en insondables mapas topográficos. Hablaron en su idioma, invocaron a Nguenechén, "el Dios de la gente", vivaron a Mariano y, contenidos por el pudor, bailaron el choique purrún, la danza del ñandú.

Luego vinieron los discursos oficiales. "Los ranqueles, silenciosamente hicieron este trabajo", señaló el gobernador Rubén Marín. "Reconocer el derecho a sus tierras y a su cultura es signo de nuestra riqueza", subrayó Ana María González, coordinadora del Instituto Nacional de Asuntos Históricos. "Es un símbolo que tiene que ayudar a consolidar la identidad de los pueblos indígenas", destacó el secretario de Desarrollo Social y director del INAI, Gerardo Morales.

Adolfo Rosas, sobrino bisnieto de Mariano, fue más sencillo: "Marí marí, peñi —saludó a sus "hermanos"—. Hago de cuenta que lo tengo en mi casa".



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