El martes pasado falleció la última persona de la raza fueguina, una anciana de edad indefinida llamada Cristina Alessandri. En pocas décadas al comienzo del siglo XX, los habitantes de Tierra del Fuego sufrieron el más cruento exterminio y el más penoso olvido. Poco sabríamos de ellos sin la intervención de un sacerdote salesiano de origen alemán, Martin Gusinde, quien, hacia 1918, convivió con los aborígenes por años, sintió en carne propia sus dolores, tomó cientos de fotografías y realizó un notable trabajo antropológico. Diario El Sur, 3 de noviembre de 2003 

 

Domingo 02 de noviembre de 2003

Gentes de Tierra del Fuego

¿Dónde están
los muchos otros?

  • El martes pasado falleció la última persona de la raza fueguina, una anciana de edad indefinida llamada Cristina Alessandri.
  • En pocas décadas al comienzo del siglo XX, los habitantes de Tierra del Fuego sufrieron el más cruento exterminio y el más penoso olvido. Poco sabríamos de ellos sin la intervención de un sacerdote salesiano de origen alemán, Martin Gusinde, quien, hacia 1918, convivió con los aborígenes por años, sintió en carne propia sus dolores, tomó cientos de fotografías y realizó un notable trabajo antropológico.

Martín Gusinde realizó cuatro viajes a la Tierra del Fuego. En ellos desarrolló una tarea minuciosa y ardua sobre las costumbres de los aborígenes, el tipo de sociedad que conformaban, la alimentación, la contextura ósea de los nativos, sus religiones y mitologías, y su lenguaje, tanto en los significados como en los sonidos. Ese abundante material se reúne en cuatro voluminosos tomos que constituyen el mayor registro científico de una raza desaparecida.
      Lo que comienza como una empresa cuasi mercantil, propia de un recolector -o un saqueador- para nutrir museos en las ciudades civilizadas, casi de inmediato se transforma en un periplo urgente por consignar el hálito de una cultura que se desvanece, cuyos miembros Gusinde ve como “súbditos chilenos”. Gusinde, entonces, comprende los ribetes dramáticos de su misión: anotar la vida de quienes “están destinados a desaparecer, desgraciadamente, dentro de muy corto tiempo”.
      La primera prueba a la que Gusinde es sometido es la profunda desilusión de que -al parecer- ha llegado tarde. “¿Y dónde están los muchos otros?”, se pregunta consternado al hallar a sólo cinco mujeres y un matrimonio sin hijos como únicos sobrevivientes en el inicio de su viaje.
      Gusinde se quiebra, como si sucumbiera antes de la batalla, como si renegara de la misión que se sabe encomendada. Ha llegado tarde, cree, sólo a recoger el decanto de la arena. “¿Para qué estas tristes reflexiones? ¡No conseguirán ellas resucitar a los que se han ido!”.
      Era el año 1918, y los occidentales habían realizado de manera eficiente la tarea del exterminio. Los aborígenes no sólo habían sido desplazados luego del usufructo de sus tierras convertidas en haciendas, sino también cazados como animales con el estímulo de que se pagaba dinero por un par de orejas o por el pene de un varón. De un modo menos salvaje pero igualmente eficaz, los dueños originales de esas tierras sucumbieron ante el alcohol de mala calidad, los vicios del hombre blanco y -más que nada- sus enfermedades, “factores muchos que arruinan y destruyen la ingenuidad de una raza y su diosincrasia”.
      Los onas, shelknam y yaganes de pronto se convirtieron en delincuentes, al atrapar para sí una oveja ante la ausencia de lo que antes era su abrigo y alimento: el guanaco. Otra razón para el dictamen de la muerte.
      Van a desaparecer, repite Gusinde innumerables veces, como si clamara a los dioses otro destino para los que considera sus amigos, su gente. Se entera en detalle de las prácticas de exterminio, la estricnina esparcida en los pastizales esperando a la víctima humana, el tiro de fusil casi deportivo con que se mataba a la distancia, los perros azuzados tras sus piernas desnudas.
     
     Una rara fortuna
     
      No tuvieron oportunidad, ni un canto épico ni una figura mítica y señera entre sus gentes. Nadie les escribió una epopeya de la cual aferrarse, y ningún atributo fue aplaudido por sus exterminadores, pues no eran guerreros, no se les temía ni se les reverenciaba ni se les respetaba, y jamás fueron invitados a pactar una tregua. Los abandonaron al frío glacial de la historia, condenados tempranamente a la ausencia del olvido, señalados como animales de caza y exterminados con tiros de fusil en esos gélidos páramos de mi desgracia que jamás podré pisar, en los meandros de aguas diáfanas por las que navegaron por tantos siglos en silencio, refugiados en el confín de la tierra quizás sabiendo que si los encontraban los mataban, profecía irrefrenable que comenzó a cumplirse el día temprano en que los encontraron, a la muerte con ellos sin un verso endecasílabo, al entierro apresurado en su tierra que ahora es nuestra tierra, que no se deje aquí una huella de su existencia, que no la necesitamos, desaparezcan sus artefactos, borren sus tumbas, renieguen sus nombres. Ellos no existieron, era mejor pensarlo así, y casi estábamos convencidos de que allá abajo nunca hubo nada antes de nuestra llegada, salvo por este sacerdote empecinado en abrirnos los ojos, en recoger evidencia fehaciente de que ahí hubo seres humanos, y que no cejó su empeño aun cuando la tragedia circulaba en su rededor y se le morían los amigos, se le desarmaban los pobres talegos de huesos, lo abrumaban con los cuentos frescos del exterminio feroz y se le entumecían las extremidades en el empeño de tomar en carne viva sus apuntes para después narrar “esa rara fortuna” asumida de haber ido a cumplir la heroica misión de salvar la memoria de un pueblo en el umbral de su extinción: Martín Gusinde.
     
     Con ellos, como ellos
     
      Las postas de alivio son escasas para Gusinde, debido a que “es sumamente oneroso introducirse en un pueblo de carácter netamente nómade”. Pese a su juventud, sufre en la misión de recorrer las tierras heladas y baldías con el fin de colectar datos y estudiar las particularidades étnicas de los aborígenes. “Lo único que puedo decir al respecto es que les he acompañado día y noche, sin mostrarme jamás con aquella imperiosa superioridad que el civilizado acentúa en todas partes”. Como una declaración de principios, Gusinde anota que “he sentido con ellos y como ellos”.
      Gusinde estuvo a punto de morir congelado y perdido en las sierras nevadas de la Tierra del Fuego, debió permanecer a veces varios días en el precario refugio de una choza de pieles de guanaco esperando una chance de claridad en un cielo de generosa negrura. También contrajo enfermedades como el escorbuto y la anemia, producto de la precaria alimentación a la que no estaba acostumbrado. En aquella tierra de maldición yerma, no crecen más que pobres tubérculos, y un trozo de carne asado es tan sólo un espejismo del buen comer.
     
     Contra el olvido
     
      Gusinde es también un hidalgo caballero que, varias veces, interpone su integridad física para socorrer al desvalido en una región ya plagada de facinerosos: “Aun estuve en peligro de perder la vida al defender a una india contra el cinismo de uno de estos perversos. Pero estoy seguro del agradecimiento de los ultrajados indios, y tengo, además, la dulce satisfacción de mantener mi conciencia tranquila”.
      La naturaleza, las vicisitudes, la sociedad enferma que ha ido a usurpar las tierras para su inmediato beneficio -”¡qué idea se formarán del cristianismo que tales individuos representan!”-, todo ello constituye el periplo que debe sortear el antropólogo convertido héroe.
      En todos sus viajes, Martín Gusinde cargó pesados equipos de fotografía, y tomó cientos de retratos de los aborígenes. Los hay tanto en el terreno mismo, con las inherentes dificultades de transporte, en faenas de caza o en ceremonias religiosas, como otros más reposados captados en los alrededores de las haciendas. Existe un detallado conjunto de las máscaras y pinturas, así como también un trabajo casi de museo, con fotogramas de las estructuras óseas de los hombres o de los restos de su cultura, como armas, herramientas y medios de transporte. Sin embargo, hay además fotografías individuales, semejantes a retratos de carné, en las que se aprecian algunos aborígenes ya occidentalizados, con camisas, chaquetas y sombreros de los usurpadores. Gusinde se preocupó de dejar establecido el nombre bajo el fotograma, como si extendiese un pasaporte a la eternidad. Unos son castellanos o sajones -William, Pedro- y otros son evidentes apodos -Chico, Cabezón- con lo que se deduce que muchos no conocieron el derecho a un nombre digno.
      Martín Gusinde cumple su misión de héroe: gracias a él perdurará al menos el recuerdo de la existencia de los aborígenes de la Tierra del Fuego, condenados a la muerte y liberados del olvido, que es una instancia peor que la muerte.
      “Hallándose estos indios completamente desamparados, esperan, por justicia, que se les conceda un lugar seguro, donde los últimos representantes del pueblo... puedan pasar con tranquilidad los pocos años que les quedan de existencia”.
      No ocurrió así.
     
     Extracto de un trabajo de investigación llevado a cabo por Tito Matamala y el académico Gilberto Triviños.


© 2003 Todos los derechos reservados para Diario El Sur S.A.

 

Enlace al artículo original.