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Martín Gusinde realizó cuatro viajes
a la Tierra del Fuego. En ellos desarrolló una tarea minuciosa y ardua
sobre las costumbres de los aborígenes, el tipo de sociedad que conformaban,
la alimentación, la contextura ósea de los nativos, sus religiones
y mitologías, y su lenguaje, tanto en los significados como en los
sonidos. Ese abundante material se reúne en cuatro voluminosos tomos
que constituyen el mayor registro científico de una raza desaparecida.
Lo que comienza como una empresa cuasi
mercantil, propia de un recolector -o un saqueador- para nutrir museos
en las ciudades civilizadas, casi de inmediato se transforma en un
periplo urgente por consignar el hálito de una cultura que se desvanece,
cuyos miembros Gusinde ve como “súbditos chilenos”. Gusinde, entonces,
comprende los ribetes dramáticos de su misión: anotar la vida de quienes
“están destinados a desaparecer, desgraciadamente, dentro de muy corto
tiempo”.
La primera prueba a la que Gusinde
es sometido es la profunda desilusión de que -al parecer- ha llegado
tarde. “¿Y dónde están los muchos otros?”, se pregunta consternado
al hallar a sólo cinco mujeres y un matrimonio sin hijos como únicos
sobrevivientes en el inicio de su viaje.
Gusinde se quiebra, como si sucumbiera
antes de la batalla, como si renegara de la misión que se sabe encomendada.
Ha llegado tarde, cree, sólo a recoger el decanto de la arena. “¿Para
qué estas tristes reflexiones? ¡No conseguirán ellas resucitar a los
que se han ido!”.
Era el año 1918, y los occidentales
habían realizado de manera eficiente la tarea del exterminio. Los
aborígenes no sólo habían sido desplazados luego del usufructo de
sus tierras convertidas en haciendas, sino también cazados como animales
con el estímulo de que se pagaba dinero por un par de orejas o por
el pene de un varón. De un modo menos salvaje pero igualmente eficaz,
los dueños originales de esas tierras sucumbieron ante el alcohol
de mala calidad, los vicios del hombre blanco y -más que nada- sus
enfermedades, “factores muchos que arruinan y destruyen la ingenuidad
de una raza y su diosincrasia”.
Los onas, shelknam y yaganes de pronto
se convirtieron en delincuentes, al atrapar para sí una oveja ante
la ausencia de lo que antes era su abrigo y alimento: el guanaco.
Otra razón para el dictamen de la muerte.
Van a desaparecer, repite Gusinde innumerables
veces, como si clamara a los dioses otro destino para los que considera
sus amigos, su gente. Se entera en detalle de las prácticas de exterminio,
la estricnina esparcida en los pastizales esperando a la víctima humana,
el tiro de fusil casi deportivo con que se mataba a la distancia,
los perros azuzados tras sus piernas desnudas.
Una rara fortuna
No tuvieron oportunidad, ni un canto
épico ni una figura mítica y señera entre sus gentes. Nadie les escribió
una epopeya de la cual aferrarse, y ningún atributo fue aplaudido
por sus exterminadores, pues no eran guerreros, no se les temía ni
se les reverenciaba ni se les respetaba, y jamás fueron invitados
a pactar una tregua. Los abandonaron al frío glacial de la historia,
condenados tempranamente a la ausencia del olvido, señalados como
animales de caza y exterminados con tiros de fusil en esos gélidos
páramos de mi desgracia que jamás podré pisar, en los meandros de
aguas diáfanas por las que navegaron por tantos siglos en silencio,
refugiados en el confín de la tierra quizás sabiendo que si los encontraban
los mataban, profecía irrefrenable que comenzó a cumplirse el día
temprano en que los encontraron, a la muerte con ellos sin un verso
endecasílabo, al entierro apresurado en su tierra que ahora es nuestra
tierra, que no se deje aquí una huella de su existencia, que no la
necesitamos, desaparezcan sus artefactos, borren sus tumbas, renieguen
sus nombres. Ellos no existieron, era mejor pensarlo así, y casi estábamos
convencidos de que allá abajo nunca hubo nada antes de nuestra llegada,
salvo por este sacerdote empecinado en abrirnos los ojos, en recoger
evidencia fehaciente de que ahí hubo seres humanos, y que no cejó
su empeño aun cuando la tragedia circulaba en su rededor y se le morían
los amigos, se le desarmaban los pobres talegos de huesos, lo abrumaban
con los cuentos frescos del exterminio feroz y se le entumecían las
extremidades en el empeño de tomar en carne viva sus apuntes para
después narrar “esa rara fortuna” asumida de haber ido a cumplir la
heroica misión de salvar la memoria de un pueblo en el umbral de su
extinción: Martín Gusinde.
Con ellos, como ellos
Las postas de alivio son escasas para
Gusinde, debido a que “es sumamente oneroso introducirse en un pueblo
de carácter netamente nómade”. Pese a su juventud, sufre en la misión
de recorrer las tierras heladas y baldías con el fin de colectar datos
y estudiar las particularidades étnicas de los aborígenes. “Lo único
que puedo decir al respecto es que les he acompañado día y noche,
sin mostrarme jamás con aquella imperiosa superioridad que el civilizado
acentúa en todas partes”. Como una declaración de principios, Gusinde
anota que “he sentido con ellos y como ellos”.
Gusinde estuvo a punto de morir congelado
y perdido en las sierras nevadas de la Tierra del Fuego, debió permanecer
a veces varios días en el precario refugio de una choza de pieles
de guanaco esperando una chance de claridad en un cielo de generosa
negrura. También contrajo enfermedades como el escorbuto y la anemia,
producto de la precaria alimentación a la que no estaba acostumbrado.
En aquella tierra de maldición yerma, no crecen más que pobres tubérculos,
y un trozo de carne asado es tan sólo un espejismo del buen comer.
Contra el olvido
Gusinde es también un hidalgo caballero
que, varias veces, interpone su integridad física para socorrer al
desvalido en una región ya plagada de facinerosos: “Aun estuve en
peligro de perder la vida al defender a una india contra el cinismo
de uno de estos perversos. Pero estoy seguro del agradecimiento de
los ultrajados indios, y tengo, además, la dulce satisfacción de mantener
mi conciencia tranquila”.
La naturaleza, las vicisitudes, la
sociedad enferma que ha ido a usurpar las tierras para su inmediato
beneficio -”¡qué idea se formarán del cristianismo que tales individuos
representan!”-, todo ello constituye el periplo que debe sortear el
antropólogo convertido héroe.
En todos sus viajes, Martín Gusinde
cargó pesados equipos de fotografía, y tomó cientos de retratos de
los aborígenes. Los hay tanto en el terreno mismo, con las inherentes
dificultades de transporte, en faenas de caza o en ceremonias religiosas,
como otros más reposados captados en los alrededores de las haciendas.
Existe un detallado conjunto de las máscaras y pinturas, así como
también un trabajo casi de museo, con fotogramas de las estructuras
óseas de los hombres o de los restos de su cultura, como armas, herramientas
y medios de transporte. Sin embargo, hay además fotografías individuales,
semejantes a retratos de carné, en las que se aprecian algunos aborígenes
ya occidentalizados, con camisas, chaquetas y sombreros de los usurpadores.
Gusinde se preocupó de dejar establecido el nombre bajo el fotograma,
como si extendiese un pasaporte a la eternidad. Unos son castellanos
o sajones -William, Pedro- y otros son evidentes apodos -Chico, Cabezón-
con lo que se deduce que muchos no conocieron el derecho a un nombre
digno.
Martín Gusinde cumple su misión de
héroe: gracias a él perdurará al menos el recuerdo de la existencia
de los aborígenes de la Tierra del Fuego, condenados a la muerte y
liberados del olvido, que es una instancia peor que la muerte.
“Hallándose estos indios completamente
desamparados, esperan, por justicia, que se les conceda un lugar seguro,
donde los últimos representantes del pueblo... puedan pasar con tranquilidad
los pocos años que les quedan de existencia”.
No ocurrió así.
Extracto de un trabajo de investigación
llevado a cabo por Tito Matamala y el académico Gilberto Triviños.
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