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Acuerdo político que posibilite la inscripción de la candidatura presidencial de Aucan Huilcaman

Por Juan Suter Carr

Rancagua, septiembre del 2005

Cuando los conquistadores españoles entraron al sur de Chile en la segunda mitad del siglo XVI, los mapuches, gente de la tierra, era un refinado pueblo ribereño. En las cuencas de los ríos Bío Bío, Imperial y Toltén, en aquel tiempo más abundantes, vivían aproximadamente un millón de mapuches organizados en familias extendidas. No tenían estado. El control social se basaba en el respeto mutuo y en una tremenda sociabilidad que se expresaba en la concertación de alianzas matrimoniales, en fiestas, en largas visitas a los parientes, purrumes y nguillatunes. Se reunían habitualmente en fondas emplazadas en extensas plataformas de madera en la ribera de los ríos a practicar el trueque de bienes y productos, a ejercer justicia y a festejar que estaban vivos y juntos. También allí se concertaban matrimonios para extender el parentesco y así la cohesión social.

Vivían de la recolección de frutas y mariscos, de la caza y la pesca, de la agricultura de huertos familiares y siembras colectivas, algo de ganadería doméstica: aves y bovinos, del trueque. No conocían los caballos. Su economía no generaba excedentes pero era capaz de alimentar con creces a toda la población. “Las mesas estaban siempre bien servidas”. No había más jerarquías que las familiares: lonkos y ulmenes. El extenso territorio, ocupado por rehues y allarehues, estaba conectado por ríos, canales y vegas, por caminos y trochas. Ellos, conectados a la tierra y al cielo con una concepción circular del tiempo y de la historia. Cuando miraban el cielo veían a sus antepasados cazando ñandúes, los escuchaban en los truenos, los visitaban en los sueños.

Eran guerreros. Practicaban una guerra ritual, de honor y defensiva. Para ello elegían jefes militares temporales: los toquis, mocetones fuertes e inteligentes. Su mandato duraba lo que la guerra. El que moría en la guerra, seguía luchando junto a sus antepasados, era el reencuentro, la prolongación de la vida. No aceptaron dominación alguna, ni aún de los incas.

Entraron los conquistadores españoles al territorio mapuche a sangre y fuego por ríos y trochas, sin necesidad de apearse siquiera. Admirados por la calidad del territorio, la fertilidad de los campos, la abundancia de agua y bosques, y enceguecidos en busca de oro, cruzaron el Bío Bío, robando todo a su paso, abasteciéndose, quemando sementeras y rucas, matando, violando y cazando esclavos y niños para llevarlos a los lavaderos de oro y a las haciendas del valle central. Trajeron las pestes, el hambre y el miedo. Cientos de miles de mapuches murieron. Cada verano entraban los conquistadores nuevamente. Otra asonada con pequeños avances. Eran repelidos. Era una guerra de frontera que duró casi cien años. Los que se salvaron, apenas unos doscientos mil, demostrando una inmensa capacidad de adaptación y al cabo de unos cuarenta años, se transformaron en ganaderos de vacunos y en forma muy particular, de kawellos. Así era más fácil arrancar, esconderse y esperar, “tierra quemada”. Se refugiaron en las cordilleras, en los valles más estrechos, retrocedieron más al sur, atravesaron a la Patagonia. Establecieron alianzas con pehuenches y pampas, a veces los desplazaron, desarrollaron un extenso comercio con ellos y, paradojalmente, con los conquistadores. Hubo prosperidad y un gran mestizaje, de españoles con indias y de indios con españolas  libres o cautivas, las chiñuras. Muchos mestizos fueron lonkos y toquis. Aprendieron a cabalgar, fueron excelentes criadores y jinetes. Mejoraron las técnicas militares y siguieron luchando año a año defendiendo su territorio y costumbres. Por su naturaleza, parlamentaron habitualmente con los conquistadores, llegando a acuerdos y entregando a sus hijos en garantía de la palabra empeñada. Cada verano, los conquistadores violaban los acuerdos.

A mediados del siglo XVII hubo un gran alzamiento mapuche,  recuperaban su territorio. Habían aprendido mucho de la guerra de los invasores, en especial aquellos hijos que habían vivido entre ellos. Quemaron fuertes y ciudades, tomaron cientos de prisioneros, mataron al Gobernador en Culatrava y jugaron a la chueca con la cabeza. “El imperio español estaba en jaque por un puñado de bárbaros”. Gobernadores y capitanes enviados especialmente por el Rey intentaron infructuosamente someterlos. El marques de Baides, preclaro Gobernador del Reino hacia fines de siglo, decidió parlamentar: En el solemne Parlamento de Quilem, donde acudieron cientos de lonkos, españoles  y el propio marques, la corona reconoció al pueblo mapuche como una nación soberana y éste, con gran realismo, se sometió a la autoridad del rey. Se trazó entonces la frontera en el Bío Bío, se acordó la construcción de algunos fuertes y ciudades en territorio mapuche, la entrada de misioneros especialmente jesuitas, se concordó el libre comercio y la preservación de las costumbres y la estructura social del pueblo mapuche.

Comenzó un siglo de paz y prosperidad en la Araucanía. Grandes extensiones de tierra fueron dedicadas nuevamente a la agricultura y a la ganadería. Se ampliaron las fronteras mapuches hasta las Salinas Grandes en la Patagonia, el Atlántico y los confines de la provincia de Buenos Aires. Aparecieron cientos de personajes en la frontera: comerciantes, traficantes, caciques y  caciquillos, amigos de indios, fugitivos de la justicia, frailes y colonos que los mapuches aceptaron. La corona  entregó Títulos de Merced que garantizaron el dominio de la tierra a las familias mapuches. Los lonkos, muchos de ellos enriquecidos, se vestían a la usanza criolla, con sombrero y frac, vivían en grandes casonas de barro, como las del valle central, incluso algunos en ciudades. Sus hijos eran educados en las escuelas de las misiones. Viajaban a la capital y eran atendidos y escuchados por las autoridades. Floreció el comercio, eran hábiles. Recibían a cambio de sus productos monedas de plata que luego fundían transformándolas en joyas y aperos.

Apenas se enteraron de la Independencia de Chile a principios del siglo XIX aunque se habían alineado con los españoles por la fidelidad que le debían a la corona como consecuencia de la palabra empeñada en el Parlamento de Quilem. La veían como una guerra de españoles contra españoles. La amenaza de guerra y su participación fue menor. La frontera estaba resguardada. En los primeros años de la República nada cambió, a excepción de que fueron reconocidos explícitamente como “ciudadanos chilenos”. Continuaban como una nación independiente y soberana, con sus tradiciones y costumbres, motejada por la sociedad chilena como bárbara y hereje, por la práctica ancestral de la poligamia y la reticencia a adoptar la religión cristiana. Se mantuvo si el intercambio comercial y cultural. También los parlamentos y el mestizaje.

Hacia la segunda mitad del siglo XIX comenzó el apetito de la sociedad chilena por las extensas y fértiles tierras del sur enmascarado por conceptos religiosos y morales. Las tierras del valle central, arrebatas por los conquistadores a promaucaes y picunches, ya estaban distribuidas y en producción. Se requería de mayores extensiones de tierra para satisfacer la demanda de productos, especialmente agrícolas, de los países de la costa pacífica de América: Estados Unidos estaba en plena expansión hacia el oeste masacrando de paso a la población indígena originaria. Por medio de la prensa se orquestó entonces una enorme campaña de desprestigio de la sociedad mapuche y su cultura. Estaba en boga la teoría de Darwin, se trataba de bárbaros en estado primitivo. Era necesario suavizar ante la sociedad chilena el horror que se cometería.

El Gobierno Chileno encargó a un militar, Cornelio Saavedra, un plan de ocupación del territorio mapuche que se llamó eufemísticamente “ De Pacificación de la Araucanía”. No consistía sino en arrebatarle la tierra a los mapuches, desplazándolos hacia los bordes improductivos del territorio, montañas y secanos, cueste lo que cueste. Comienza una nueva invasión: esta vez se trató de una guerra civil toda vez que los mapuches eran ciudadanos chilenos. El ejército chileno, financiado por capitales privados, atravesó la frontera del Bío Bío reclutando a su paso a prófugos, gañanes, ladrones y traficantes para realizar, comandados por oficiales, avanzadas de pillaje, devastación, horror y muerte. Tras ellos llegaba el ejército, la autoridad, imponiendo las leyes de la República y llamando a los indios a parlamentar para así institucionalizar el despojo: las tierras mapuches pasaban a ser fiscales y se iniciaba la ocupación definitiva. Se desconoció los Títulos de Merced. La guerra del pacífico interrumpió por algunos años este proceso permitiendo a los mapuches sanar las heridas, en especial aquellas derivadas de la violación a la palabra empeñada un siglo atrás,  y generar nuevas alianzas entre ellos que les permitieran intentar defenderse de mejor manera.

El ejército y la joven República de Chile salieron victoriosos de la guerra. Entusiasmado el gobierno con la victoria conseguida en el norte, pasó a las ya fogueadas tropas directamente del Perú a la frontera, ya no a cargo de un coronel, sino del mismísimo Ministro de Guerra. Era un asunto de primera importancia. Se coordinó la invasión con el ejército argentino que había comenzado “La Guerra del Desierto”: la ocupación de la Patagonia. Una “operación pinzas”, con oficiales de enlace y todo, cercó a los mapuches por ambos lados de la cordillera. No había salida. A medida que el ejército penetraba en territorio mapuche, con el más moderno armamento de fusiles y cañones, con engaños y mucho alcohol, se instalaban líneas de ferrocarril y telégrafo, fuertes y ciudades, se repartían las tierras. Los mapuches resistían con coraje, lanzas, macanas y boleadoras. Miles y miles murieron, casi todos jóvenes. La República se asentó rápidamente en todo el territorio mapuche. En el año 1881, en un acto de desesperación, pero de enorme dignidad, la población mapuche de la Araucanía entera se alzó en contra de la ocupación en todo el territorio. Fue un acto de locura, miles de guerreros casi desnudos, a pié y a caballo, atacaron avanzadas, ejércitos, fuertes y ciudades. Fueron masacrados. Solo algunos lonkos más viejos, duchos en parlamentos y en el arte de sobrevivir en la frontera, se abstuvieron.

“Pacificada La Araucanía” el gobierno se dispuso a asentar a los mapuches en reducciones, que significa exactamente eso:  reducciones de las tierras, de las propiedades mapuches. Se repartió títulos de propiedad a diestra y siniestra, sin respetar los Títulos de Merced, las familias, sus parentescos y jerarquías, sin proporcionalidad a la cantidad de moradores ni a los rangos sociales de éstos. Terrenos con deslindes imprecisos, en muchos casos sin accesos, retazos inundables, laderas improductivas, cercados por los usurpadores. Se prohibió la venta de las tierras entregadas a las “comunidades”.

Los mapuches, muchos de ellos letrados, profesores, comerciantes, ganaderos y prósperos agricultores, en su infinita capacidad de adaptación, comenzaron a valorar las reducciones o comunidades como un espacio donde poder recrear su cultura y su relación con la sociedad huinca. A principios del siglo veinte dieron forma a innumerables nuevas organizaciones, la mayoría de ellas reflejo de aquellas que emergían en la sociedad chilena: de ayuda mutua, de solidaridad, culturales, sindicatos y cooperativas, escucharon y se aliaron a misiones católicas y protestantes adaptando los ritos de la liturgia, se asociaron a partidos políticos desde conservadores a comunistas, tuvieron representantes en el Parlamento, se sumaron a la efímera República Socialista de los años treinta proclamando la República de la Araucanía. Como siempre, intentaban sobrevivir, anhelando las mesas bien servidas. Luchaban por la recuperación de sus tierras y la conservación de su cultura.

Continuó la usurpación de tierras. Ya no eran los ejércitos, sino el abuso de colonos y terratenientes, amparados en la burocracia y en las leyes, quienes robaban sus ya exiguas propiedades. Se llegó a desplazar el curso de esteros y ríos para así alterar la extensión de las tierras sin modificar la legalidad de los deslindes establecidos en los nuevos títulos de propiedad. Se cometió innumerables engaños en concomitancia con Notarios y Conservadores. Había cientos de juicios en los juzgados. Los mapuches en su mayoría no sabían leer ni escribir. Muchos no podían salir de sus reducciones. No había caminos, solo predios vecinos cuyos propietarios impedían el paso. Recién a fines de la mitad del siglo veinte se estableció por ley las servidumbres de paso necesarias. A lo largo del siglo veinte el Parlamento dictó innumerables leyes relacionadas a la cuestión mapuche, y en especial, a la propiedad de la tierra, muchas de ellas forzadas solo a causa de la moda del indigenismo panamericano imperante. Unas derogaban a otras. A fines del siglo hubo algunas que legalizaron antiguas usurpaciones de tierras y promovieron otras nuevas y masivas. Nada cambió para el pueblo mapuche.

La historia oficial y la sociedad chilena han ocultado la masacre, la usurpación y el despojo. Se ha distorsionado los hechos al punto que la imagen de los mapuches, para el común de nosotros, pasa de los heroicos guerreros que defendieron con fiereza su tierra en la época de la conquista a flojos y borrachos hoy. No hay intermedios. Un intencionado paréntesis de cuatrocientos años que no nos deja ver a los mapuches y su cultura, las causas de su marginación y pobreza, que ocultó y oculta la historia, la de ellos y la nuestra. Nos asombra entonces que hoy emerja un movimiento mapuche, de jóvenes vigorosos y resueltos, como los toquis Lautaro, Caupolicán o Galvarino que tanto admiramos, globalizados, preparados y cultos, con consecuencia y cohesión, con relaciones en el campo y la ciudad, con referentes internacionales, internet y celulares, que reivindica lo mismo de siempre desde hace cuatrocientos años: la preservación de su cultura y la recuperación de la tierra que les perteneció. Un nuevo intento de adaptación y participación.

Posibilitar la inscripción de la candidatura de Aucán Huilcamán es entonces de un simbolismo y consecuencia profundos, es un acto de mínima reparación con el pueblo mapuche y de reconocimiento de nuestras historias, mismas y distintas, de nuestras actuaciones y omisiones; un acto que contribuye a borrar este paréntesis y a recordar y reconocer aquello que es evidente: los mapuches existen, allí están, son parte de nuestra nación. Son distintos. Pero parte.

Para que emerjan.