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Trabajadores y vecinos de Tompkins

Pumalín por dentro


Sábado 21 de febrero de 2004
 

Sobre Tompkins y su Parque se han levantado tantos mitos, que podrían llenarse varios tomos. "El Sábado" viajó a conocer la verdad sobre quienes viven en Pumalín. Escogimos tres sitios y nos encontramos con dos realidades contrapuestas. La de los trabajadores del magnate, con inusuales comodidades, pero también con hartas normas y escasas posibilidades de asentarse allí para siempre. Y la de los vecinos, que se jactan de no venderle al norteamericano, pero que carecen de los medios mínimos como para disfrutar de esa libertad.

por Luis Miranda Valderrama, desde Palena

Fotos Christian Carvallo

Una cosa, acaso, es indudable: se trata de una persona rara, incluso extravagante.

Fiodor Dostoiveski, Los Hermanos Karamazov.


Chaitén. Jueves, 14.00 horas. La ciudad es tan pequeña como un punto negro dibujado en medio de una hoja blanca. Las casas y calles están rodeadas de cerros verdes, de un cielo celeste y vacío y del mar más calmo imaginable.
 
Caleta Gonzalo es la puerta de entrada 
al impresionante Parque Pumalín. 
El mito de que los habitantes que 
viven en el territorio de Douglas 
Tompkins no pueden leer el diario,
ver televisión o tener hijos es falso.
Sin embargo, no son dueños de sus
casas, en su mayoría son funcionarios
y deben cuidar con disciplina prusiana
la estética del lugar. A la derecha, 
Boris Villanueva.Foto:Christian Carvallo.

Nicolás La Penna está esperando pasajeros que lleguen en el catamarán proveniente de Puerto Montt. Él es dueño de la agencia Chaitur y su misión, entre otras, es ofrecer su empresa a los turistas que viajan al Parque Pumalín.

­Hola, me llamo Nicolás La Penna ­dice en perfecto inglés a un grupo de extranjeros. Una mujer y tres varones jóvenes­. ¿De dónde vienen?

­De Canadá ­responde la mujer.

La Penna sonríe con una mezcla perfecta de nerviosismo e ingenuidad. En su cabeza tiene un gorro de lana estilo chilote.

­Yo soy canadiense ­dice y rectifica­. Chileno-canadiense, estoy en Chaitén hace 12 años. Si quieren hacer un tour por Pumalín, caminatas, paseos a caballo o si necesitan un guía bilingüe, estoy para servirles.

El grupo se despide con apretones de manos y de inmediato Nicolás se apresura a entregar unos volantes de su agencia.

­Voy a dejar a unas personas al Parque Pumalín en mi C10 ­le anuncia La Penna a una pareja de carabineros.

­A las tierras del tío Douglas ­responde con ironía uno de ellos.

Para Nicolás, que vive en Chaitén, este Parque ha cambiado el giro de la ciudad, convirtiéndola en un lugar digno del mejor mapa del mundo.

­Cuando fui a Santiago una vez, la gente me preguntaba de dónde venía. Y yo les decía que era un canadiense que vivía en Chaitén. "¿Y de qué parte de Canadá es Chaitén?", me decían. Ahora todos saben que es la entrada al Parque. Y todos ganamos. Los que viven dentro y los vecinos. Porque Chaitén vive en torno a Pumalín.

La camioneta C10 comienza a moverse con lentitud. En el asiento del copiloto hay un afiche del Parque con el mapa y una introducción. Al final de ella existe un párrafo, a modo de delicada advertencia:

Le informamos que éste es un parque privado abierto al público. Su visita es un privilegio y no un derecho, que le extiende la fundación propietaria de estas tierras. Por favor trate la infraestructura con el debido cuidado para que los futuros visitantes disfruten de los privilegios que usted ha gozado. Gracias.

A media hora de ruta, la tradicional, oxidada y fea señalética de vialidad desaparece y comienza a verse un nuevo tipo de cartel, de madera, con bordes pintados de rojo y figuras de pumas y alerces talladas a cincel. Eso significa una sola cosa: son los terrenos de Pumalín. El sitio en que Douglas Tompkins es el dueño y señor.

El Hombre del Jardín

Caleta Gonzalo es la base operacional del Parque Pumalín Sur y en donde la carretera desaparece prácticamente en el mar, en el fiordo Reñihué. Es el sitio en el que lanchas y transbordadores inician sus respectivos viajes a los diferentes lugares habitados en el Parque y hacia las localidades vecinas.

Durante el verano Caleta Gonzalo es visitada por centenares de personas que recorren Pumalín hasta saciarse. Allí hay varios campings para que los visitantes pasen la noche y existen cabañas que funcionan como hostal y que se cobran como hoteles de 3 o 4 estrellas. Existe un café, una sala de ventas de productos y un kiosco de víveres. Alrededor de las 19.00 horas el lugar hierve de actividad. Eso sucede en enero y febrero, parte de marzo y en abril.

El resto del año Caleta Gonzalo es el sitio en donde viven sólo dos familias. Una de ellas la integran Boris Villanueva, Christina Bartelt y su hijo, Franco, de un año y tres meses de edad. Cinco personas en total.

­Por eso pusimos Sky, para tener algo más que hacer- comenta Christina.

En el año 2000 Boris y Christina leyeron un aviso en el diario que les cambiaría la vida. Ambos habían estudiado la carrera de técnico agrícola y cuando vieron ese aviso que solicitaba a un hombre y a una mujer con afición por el medio ambiente, enviaron sus currículos a la dirección que se indicaba. Luego recibieron un llamado y posteriormente los entrevistó la relacionadora pública del Parque Pumalín, Carolina González. En la siguiente fase fue una mujer mayor, de acento extranjero, quien habló con ellos.

­Era la señora de Doug, Kristine. Una mujer muy sencilla, muy simpática, muy agradable ­recuerda Boris­. Allí me dijeron que era un trabajo en un lugar aislado. Yo acepté sin pensar. Me vine a ciegas.

Una vez en Caleta Gonzalo, Tompkins les dio la bienvenida. La pareja se haría cargo de mantener ese antiguo emplazamiento de colonos y lo convertirían en la puerta de entrada del parque. Administrarían ese lugar, lo harían presentable y dejarían funcionando el fundo que también se encontraba allí. Eso fue lo que el empresario les pidió como si se tratara de un favor personal entre amigos de toda la vida. Ambos recibirían un sueldo acorde a sus funciones y deberes y tendrían una casa que pertenecía a uno de los antiguos colonos. Desde ese instante, Boris y Christina consagraron su vida por completo a Pumalín.

­Nunca me he considerado una súbdito de don Doug ­reflexiona Christina, quien acaba de terminar el pan amasado que venderá en el kiosco de víveres­, porque es una cosa de cultura. Ni para que digan: "Mira ellos son vasallos de Tompkins". Hay muchos pueblos vasallos de otros, pero éste no es el caso. Sí, esta casa no es propia, y estos terrenos no son nuestros, pero trabajamos para él. Antes era súper común ir a su casa, pero ahora está menos tiempo porque está viendo su proyecto de parque en Argentina. De hecho, si tienes un problema personal, vas a recibir su ayuda. Ellos tratan de ser como padres con sus hijos. Y no solamente nosotros, es con todas las personas.

Boris y Christina se casaron al año siguiente de llegar, luego tuvieron a su primer hijo y ahora ella está nuevamente embarazada. La casa en que viven fue refaccionada por dentro y por fuera por Tomkins, que se empecinó por uniformar en el diseño. Hizo pintar las paredes interiores de blanco, usó un mismo sistema de puertas y vitrificó los pisos. Evitó colores chillones, pintó el zinc de color verde para que no brillara con el sol, exilió posters de Maná, Luis Miguel o Xuxa y llevó el buen gusto a toda su gente. Fue como un proceso de pasteurización.

­Doug se preocupa de la estética más que de si los campos están dando lo esperado ­explica Boris con orgullo­. Prefiere que todo esté en orden y sea armónico. No se preocupa mucho de cuánto vamos a gastar. Lo que a él le importa es que todas las cosas se hagan bajo principios estéticos. Aquí importan los bosques. Todos lo sabemos.

A pesar de la vida grata que llevan Boris, Christina y su hijo, tomaron la decisión de irse del Parque a mediados de este año.

-Mi hijo ya va a estar grande y aquí no hay colegios, también queremos tener algo que sea nuestro, una casa, un terreno. Igual es triste dejar los mejores años de tu vida en algo y no verlo desarrollarse. Don Doug y Kris no quieren que nos vayamos, pero la decisión está tomada. Me gustaría hacer mi hogar, con mis cosas. Tengo ganas de tener lo mío. De hacer lo que quiero.

Los asentamientos de Tompkins tienen cierto diseño de vida que impide instalarse del todo. Tanto en Caleta Gonzalo como en otros caseríos la sensación es como si se viviera de paso por allí. Los trabajadores son jóvenes, emprendedores y tienen un cariño intrínseco por la naturaleza. Pero las condiciones de vida son tan frías como las noches en Pumalín. No existen hospitales, no hay una política educacional en los asentamientos, los caminos son mínimos y las libertades de movimiento se restringen a las posibilidades del clima y a vacaciones programadas. Efectivamente, el bosque parece ser más importante que cualquier cosa.

­Nuestra vida es difícil y aquí tú ganas y pierdes, el 50 y 50 ­confiesa Christina­. Tienes un trabajo increíble, haces lo que te gusta, estás en un lugar maravilloso y con buenas personas, pocas, pero buenas. Pero dejas a tu familia, a tus padres, ya no ves más a tus amigos y no puedes salir a una disco o un pub. La vida es espléndida cuando uno está solo con su pareja, pero cuando los hijos ya están creciendo, todo cambia y te das cuenta que debes empezar a partir.

Vidas funcionales

­Yo vengo de Puerto Montt y llegamos a Pillán hace tres meses ­dice Lida Cárdenas­. Es como bien bonito por aquí. Nosotros somos un matrimonio solo, porque dejamos a nuestros hijos en Puerto Montt.

Lida Cárdenas es una mujer de pelo rubio semiteñido, mirada triste y su cuerpo entrado en kilos. Es la huertera de Pillán, una especie de caserío autosuficiente del Parque Pumalín que se ubica a 25 minutos de Caleta Gonzalo, si uno usa una lancha para cruzar el fiordo Reñihué.

­Pero te equivocas en un detalle, vieja ­dice Germán Martínez, marido de Lida y quien trabaja como el "campero" de Pillán­. Nosotros somos de Coihaique, y por eso somos más amables que la gente del norte.

­El trato es bueno aquí ­reflexiona Lida, que se encarga de cuidar el huerto de hortalizas, verduras y frutas de Pillán, donde viven no más de siete familias­. Ellos no permiten que se trate mal a una persona.

­No hay patrones como éstos. No hay en ninguna parte, vieja ­interrumpe el hombre, que tiene una barba de chivo y es tan compacto como un Fiat 600­. Tenemos todo, todo. Nunca habíamos vivido así.

­Si nos enfermamos ­dice Lida­, tenemos un avión y nos va a dejar a Puerto Montt.

­Claro, antes de ayer se cayó un niño en un caballo y se rompió la cara ­interviene Germán­. Llegó el piloto, que vive aquí en Pillán, y se lo llevaron al toque.

­Llegamos aquí porque pusieron un aviso en la radio ­apunta Lida­.

­Y la tremenda casita que nos dieron... -invita Germán, que es el hombre encargado de la doma de los animales, su cuidado y posterior faena­. Me la entregaron pintada de blanco por dentro, tiene tres piezas, el piso vitrificado. Igual nos prohibieron entrar con zapatos para no dañarlo. Pero, qué importa si uno nunca ha tenido una casa así. ¿Me va a doler que me prohíban no entrar con zapatos? Nada, si esto es un regalo. Y no me diga que cuesta vivir en este Parque, porque pucha que es buena la idea de tener algo así que dure para siempre y que no se corten los árboles. Si nosotros nos despertamos y vemos el fiordo que parece taza de leche, el volcán Michimahuida y el verde, oiga eso es muy bonito, ¿no cree?

­Aquí cada uno tiene su función -informa la mujer­. Está el gásfiter, la señora que ve las abejas, el guardaparques o el piloto. Además de la gente que trabaja en temporadas, que también son escogidos por los administradores del Parque.

A Germán no le importa en lo más mínimo que su jefe sea considerado un ser extraño, una especie de loco de la ecología o la cabeza de maquinaciones conspirativas.

­La gente es súper buena acá. Todos convivimos en lo que se pueda ­dice Germán-. Hacemos a veces convivencias. También viene don Doug todos los días. Si, mire, yo soy chileno y en Chile no hay patrón así. Se lo podría prometer, ¿cierto vieja?

Lida asiente y baja la vista.

­Aquí la leña está cortada, porque aquí hay funciones ­continúa Germán con pueril entusiasmo­. Viene el leñero y corta la leña para todos. Si hay un problema con las cañerías llega el gásfiter, etcétera. Si la gente que está en contra de don Doug no entiende que esto es algo que nunca se ha visto. Deberían vivir aquí para darse cuenta que la vida es buena, y que hay gente que vivimos en estas tierras. No es mucha, supongo, pero se vive bien, con reglas, pero bien.

­Yo voy feliz, también ­dice Lida, con la mirada aún más triste­. Aunque echo de menos a mis hijos que están en Puerto Montt, no más. Pero del resto, soy una agradecida de "mister Doug".

Los vecinos

Por una razón desconocida, en muchos mapas Caleta Loyola no aparece mencionada como tal. Sin embargo, existe y está ubicada en la salida del fiordo Reñihué. Pero Loyola tiene otra particularidad no menor: es, quizás, el pueblo que se encuentra más cercano a Pumalín. Sus cerros y bosques limitan, a través de una línea imaginaria e irregular, con el Parque. Los habitantes de Loyola y Mr. Doug, por extensión, son vecinos. Aunque para nada son amigos.

­Yo he vivido toda mi vida en este lugar ­cuenta María Bernardita Tureuna Pérez­. Nací, crecí y moriré en Loyola. Conocí a mi esposo acá, vi nacer a mi hija y luego ella hizo su casa unos metros más arriba. El señor Tompkins tiene títulos de propiedad arriba de nuestras cabezas, pero nosotros también tenemos nuestros títulos y yo no venderé mi casa ni mis tierras, porque fueron de mis papás y van a ser de mis hijas y nietos. Cuando me muera, ellos verán.

Su casa es de madera. No tiene agua potable ni electricidad. Cuando desea beber o bañarse o cocinar, saca agua de un río que pasa cerca. Si quiere ver televisión necesita que la batería esté cargada.

­¿Ve que en el mapa que tiene los de Pumalín no aparecemos, María? ­pregunta Pedro Reyes, su cuñado­. Es una bajeza bien grande, es como si no existiéramos. Como si ellos esperaran anexarnos.

­Tienen miedo de que Tompkins se coma a toda esta región, pero a nosotros nos van a sacar muertos ­añade Pedro, con enojo-. Por allá por arriba, en los cerros, al caballero lo tienen amenazado. No le va a ser tan fácil comprar el pueblo.

Loyola tiene una cancha de fútbol, que no es más que un potrero relativamente plano, lleno con estiércol de animales y con dos arcos de madera seca y semi ladeada. Posee una iglesia, pero el párroco va una vez al año, y tiene una posta que no puede atender enfermos ni accidentados porque no existe médico ni enfermera. El mar es probablemente el único compañero y sustento, pero también es la traba natural que tiene Loyola para expandirse. La pesca, que es la razón por la cual los primeros colonos se asentaron en ese lugar, poco da para comercializar con otros pueblos. A su lado existen enormes regiones sin un ser humano en kilómetros a la redonda. Loyola aún existe simplemente por dos cosas: porque sus habitantes no tienen más lugar donde ir y porque Tompkins probablemente no se ha interesado completamente por esos suelos.

­Tompkins no está solo ­sospecha Pedro­. Hay que ser ignorante para pensar que está solo. Cuando pasan este tipo de cosas, esta gente es palo blanco de una organización más grande, uno nunca sabe.

Caleta Loyola cuenta con 82 personas, las que constituyen 18 familias. Las construcciones son precarias, de madera y zinc, pero la mayoría de sus habitantes, según la familia de don Pedro y de Lilian Barrías Méndez, posee títulos de dominio sobre sus propiedades. Los hombres son, en su mayoría, pescadores, y las mujeres cuidan sus casas y los campos loteados desde hace décadas.

­No le vendería los terrenos a un norteamericano ­dice Lilian, que hace poco cumplió 30 años, es viuda y tiene 6 hijos­. Si hay un primer mandatario, ¿por qué le dan tantos derechos a un extranjero? A eso le temo, a que Tompkins se coma a Loyola y que a las autoridades no les importe nada. Ojalá que los vecinos no vendan, pero al final el billete termina mandando.

­Sí, yo he estado con Tompkins -interrumpe don Pedro­. Yo le dije que no venderíamos, que cuando él me ofreciera algo yo le diría que no, gracias. Yo sé que ha estado tanteando, pero hasta ahora nadie le ha vendido.

­Si Tompkins empieza a comprar, es fija la muerte de Loyola ­reflexiona Lilian­. Porque no creo que nos deje aquí este caballero. Lo que hace es dejar unos poquitos y el resto se van, o nos dejaría en una villa. Si Tompkins compra Loyola, el pueblo moriría como es. De frentón, ya nada volvería a ser lo mismo.