La Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi), que dirige Francisco Painepán, no cuenta con presencia en todas las regiones del país y de hecho la Oficina de Asuntos Indígenas de Santiago tiene jurisdicción sobre cuatro regiones: Coquimbo, Valparaíso, Libertador Bernardo O´Higgins y Metropolitana, con 21 funcionarios.
Para contextualizar, hay que precisar que el 2009, el presupuesto nacional de Conadi fue de 33 mil millones 281 mil 687 pesos, repartidos en tres fondos: Desarrollo, Educación y Cultura y Tierras. Este último, que no se entrega en Santiago porque está destinado a tierras de ocupación ancestral, alcanzó casi el 90% del total.El presupuesto 2009 de la oficina, según relató el jefe de Santiago, Marcos Huaiquilaf, fue de casi $468 millones entre programas de las áreas de desarrollo, educación y cultura. Todo para una población de 226 mil 59 indígenas que viven en las citadas regiones, de acuerdo a la medición del Censo 2002, que sólo consideró a los mayores de 14 años.
Con ese margen presupuestario, la oficina de Santiago desarrolla 12 programas, de los cuales destaca la beca indígena y de defensa jurídica que, con un abogado, un procurador y una secretaria, atendió, el 2008, 1.548 solicitudes de personas en los tribunales.
Para los analistas del tema, uno de los peros para el avance en políticas indígenas está, además del tema presupuestario, en la entrega de cifras reales. Así, por ejemplo, los datos del Censo del 2002 no coinciden con la encuesta Casen de 2006.
Según el Censo, la población indígena nacional era de 692.192, mayores de 14 años. De ellos, el 64,8% correspondía a residentes en las urbes y 35,2% a habitantes rurales. Para la Casen 2006, en cambio, la cifra total era de un millón 60 mil 786 personas, sin considerar tampoco la población indígena infantil, con 69,4% de población indígena urbana y 30,6% rural.
“Está claro que en Chile la población indígena vive en sectores urbanos mayoritariamente”, reconoce Huaiquilaf, quien cree que “cada vez más, hay un proceso de reconocimiento de que las personas indígenas son eminentemente urbanas, independientes, que aunque conservan la idea del paraíso, constituyen organizaciones que demandan al Estado beneficios para indígenas urbanos. Ellos sienten que provienen de familias del sur, pero que el apoyo que necesitan es acá”.
Así, por ejemplo, uno de los servicios que presta Conadi es la certificación de reconocimiento como indígena. En 2009 hubo en la oficina de Santiago 15.224 solicitudes. En Iquique fueron 10.652 y en Temuco 15.516, lo que revela que existe equivalencia entre la capital del país y la capital de la Araucanía en esta materia.
“Si uno quisiera identificar en qué región las personas están en proceso de reetnificación o de búsqueda de sus raíces, esa es la Metropolitana”, explica Huaiquilaf, quien agrega como dato duro que en las cuatro regiones que atiende la oficina de Santiago, se han entregado personalidad jurídica a 195 asociaciones desde 1994 a la fecha, de las cuales 152 son de la Metropolitana.
“Esto es totalmente coherente con el hecho de que la población indígena en esta región es la segunda de mayor cantidad en el país, después de la Araucanía, que cuenta con 220 mil personas”, compara.
Las equivalencias de población, sin embargo, se desequilibran a la hora de escuchar los testimonios de quienes se instalan en Santiago y recuerdan con anhelo la vida en el campo, al que vuelven cada verano o cada vez que pueden para recargar energías y reencontrarse con la familia.
Avances culturales
Para los mapuches residentes en la capital, el reconocimiento a su salud intercultural ha sido lo más destacado. Tanto, que ya han conseguido programas en los consultorios, donde cada mes, las machis atienden a la población mapuche enferma. Aunque cada vez más atienden a chilenos sin sangre mapuche.
Hernán Manquepillán es académico de desarrollo personal en el Departamento de Psicología de la Universidad Católica Cardenal Silva Henríquez. Nació en Santiago, pero su papá, el mayor de nueve hermanos, provino de Lilcoco, Lanco, Panguipulli, cuando tenía 13 años. A la larga, cinco de sus tíos se quedaron en la tierra de origen.
Fue su padre quien se trajo a sus hermanos para buscar un mejor futuro, pero aunque con el tiempo la lengua mapuche se fue perdiendo entre ellos, siempre mantuvieron el contacto familiar entre todos y, cada verano, el reencuentro es precisamente en el sur.
“Mi papá se integró a lo local, pero igual es fuerte su experiencia de la soledad. Él es muy tímido y creo que tiene recursos que no aprovechó porque de hecho es un gran autodidacta, pero aislado, sin redes”, dice Hernán al intentar una descripción de su primer ancestro en la urbe.
-¿Cómo cree que fue la adaptación de él?
-Para todos fue duro, pero más para los que se vinieron, porque vivieron en carne propia el desarraigo, la soledad, la discriminación y las penurias económicas.
Hernán sabe que para su padre el sacrificio valió la pena. Se siente orgulloso de tener un hijo profesor de filosofía, otro egresado de contador que trabaja en un banco y una tercera diseñadora gráfica. Pese a las raíces que echó en la capital, Hernán le ha confesado a sus hijos que quiere volver a su tierra. “Lo haría por calidad de vida, por el hecho de estar en un espacio más amplio, con un ritmo de vida no tan exigente e inhumano”. //LND
Se vino de Lautaro a vivir a la ciudad...
Juana Cheuquepán Colipe tiene en la actualidad 46 años y lleva 40 en Santiago. Tiene dos hijos y una nieta y es dirigenta de la organización Kiñepu Liwen (Un amanecer) de La Pintana, que cuenta con su terreno y una enorme ruca donde celebran el WeTripantu, Año Nuevo mapuche.
Ella viajó junto a sus padres y hermanos a un campamento de allegados en el paradero 25 de Santa Rosa. En agosto del 72 llegó a la villa Salvador Allende, de La Pintana. “Como toda familia mapuche migramos a la ciudad por necesidad de tierras. Nosotros éramos de Lautaro, mi familia era muy grande y teníamos poca tierra. Después de que se vino, mi papá estuvo como un año solo antes de mandar a buscar a mi mamá. Ahí nos vinimos todos”.
“Desde que llegamos acá no fue fácil vivir en un espacio cerrado. En el campo teníamos todo el patio que queríamos, acá no, hubo que acostumbrarse a los vecinos, a otra forma de vestirse, de hablar... mi mamá me mandó a comprar ají, a los seis años, y pedí trapi, y nadie me entendía y no me vendieron, entonces me fui enojada y no quise seguir hablando mapudungún”, recuerda Juana.
Pero con la llegada de sus hijos le cambió la vida y fomentó para ellos una convivencia integrada, con reforzamiento de la cultura y así fue como terminó encabezando el equipo municipal a cargo del Programa Intercultural de Educación Bilingüe que, el 2009, llegó a impartirse en 10 colegios de la comuna, por lo que para ella “antes de hacer nuevas políticas, hay que fortalecer lo que ya existe”.