Desarraigo es una palabra que encierra dolor, soledad y discriminación. Es arrancar de raíz, y para la “gente de la tierra”, los mapuches, es una herida que dura hasta que logran retornar a lo suyo, a su paisaje, su agua, su sol.

El pueblo mapuche ha sufrido despojos, los han vivido todos: los que se quedaron en sus tierras y aquellos que por razones económicas emigraron a las ciudades, pero es común que ellos mismos reconozcan que los que más mal lo han pasado son quienes partieron a las urbes.

La nueva mirada gubernamental actualmente está en obra gruesa de estudio. Según se ha dicho, el objetivo sería reenfocar los recursos desde el campo a la ciudad. Pero más allá de las políticas gubernamentales pasadas, que entregaron más beneficios a los que se quedaron en sus comunidades de origen, con subsidios y programas diversos, los mapuches citadinos sienten que las penas y penurias de haber emigrado superan lo económico, porque tienen que ver con dificultades de integración.

Un tema que con la puesta en vigencia del convenio 169 de la OIT debiera tender a superarse. Para todos, sin embargo, la traba de fondo en las políticas étnicas radica en el bajo presupuesto, rural y urbano, pero sobre todo el último.

De la población indígena en el país, que según el Censo de 2002 asciende a casi 700 mil personas en Chile, el 90% aproximadamente es mapuche. Es decir, 630 mil ciudadanos. En general, persiste en ellos “el sueño de volver a la tierra ancestral”. Así lo reconocen todos los avecindados en Santiago consultados por el tema, muchos de ellos arribados con sus padres hace más de 30 años. Los menos viajaron solos y un número cada vez más creciente simplemente nació en la capital. Cosas aparentemente tan simples como el sabor del agua sin cloro o mirar el horizonte sin torres entre medio, los hace soñar con retornar al campo. Pero muchos también dejan de lado las nostalgias y piensan en cómo mejorar sus vidas en la ciudad.

Cualquier diferencia de opinión se olvida al reconocer, eso sí, que su gran tema pendiente ha sido superar la pobreza tras dejar sus tierras. También la discriminación en su contra.

Así lo siente Miguel Nahuel. Tiene 46 años y nació en Santiago, luego que su padre, proveniente de Gnienoco (Nueva Imperial) y su madre, de Cholchol, se vinieran arrancando de la pobreza que los agobiaba. Ambos se conocieron en la capital, en la Quinta Normal, y decidieron unir sus vidas en matrimonio cuyo fruto “fueron siete hijos vivos”. El mayor de los cuales, Juan, en cuanto pudo, volvió al sur.

Miguel cree que tanto los mapuches que se quedaron en sus tierras, como los que partieron a la ciudad, lo han pasado mal. “Ambas partes han sufrido por igual las necesidades económicas, pero la diferencia en contra de quienes viajaron a la ciudad es que enfrentaron la discriminación”.

Si bien su familia no ha perdido tierras, sí dice que “fuimos arrinconados”, porque su abuela debió enfrentar sola la defensa de su campo. Miguel, hoy con tres hijos de 23, 24 y 25 años, sueña con mejorar sus condiciones como trabajador de la construcción, o de chef, otra actividad que emprende cuando puede.

Beatriz Painiqueo tiene 50 años, nació en Dimulco, Lumaco. Se vino a Santiago a los 21, en busca de su hermana mayor. Fue consejera de la Conadi y es dirigenta de la comunidad Folilche Aflaiai (Gente de raíz eterna).

“Casi sin darme cuenta me fui quedando en Santiago, pero ambas (hermanas) queríamos seguir vinculadas a nuestro pasado, incluso viajábamos a Temuco cada mes a participar en actividades locales, pero no nos tomaban mucho en cuenta. Ellos decían que los mapuches que se fueron a Santiago no tenían problemas”.

Así fue como iniciaron la búsqueda, en la capital, de quienes vivían un sentimiento similar y el año 82 formaron un grupo que derivó en la actual comunidad radicada en Peñalolén. La misma que hoy tiene terreno propio y una tradicional ruca para reuniones y ceremonias.

“Siempre tuvimos la inquietud, el sueño, el anhelo de tener una ruca donde, por lo menos, sentir ese olor que uno tenía en el campo”, recuerda al reconocer que aún sigue echando de menos “la tranquilidad y el agua de la vertiente, que es dulce”.

Beatriz Painiqueo está casada con Raimundo Nahuel, padre de su hijo Licán, hoy de 10 años. Fue tardía en cuestión de amores. Recalca que le gusta que su hijo adquiera los valores propios del mapuche como “el respeto a los mayores, porque, independientemente de la pobreza en que esté la comunidad, no se ven ancianos ni niños abandonados”, dice al asumir también que una tarea prioritaria es enseñarle a su hijo la “mirada horizontal” que obliga su cultura. “No todo lo ves de arriba abajo... la ruca es circular u ovalada, y aquí nosotros siempre nos vemos las caras y conversamos en igualdad de condiciones”.

Beatriz y el resto de los trasplantados resaltan una preocupación que es transversal entre los mapuches: el cuidado y el cariño familiar. Para los mapuches, la familia se extiende más allá del parentesco. Tanto, que así han formado organizaciones en varias comunas de la capital, especialmente concentradas en La Pintana, comuna que cuenta con el Programa Intercultural de Educación Bilingüe en cinco colegios y que pronto abarcará dos jardines infantiles.

Talleres de danza, fabricación de utensilios típicos, mapudungún (su lengua original), palín, orfebrería y yerbas, entre otras, son algunas de las técnicas que rescatan en la ciudad. En las rucas que han levantado en La Pintana y Peñalolén es donde celebran, religiosamente, las masivas rogativas del Guillatún y el Año Nuevo Mapuche (este último el 24 de junio).

Rural/urbano

Por Soraya Rodríguez