Los mapuche se han vuelto en nuestros días, y frente a las difíciles contingencias que tuvieron históricamente que enfrentar, los habilitados constructores de sus imaginarios con una cierta desconfianza hacia los aportes exteriores.
POR MICHAEL DUQUESNOY

La historia del Chile moderno se enreda en gran parte con el destino del pueblo mapuche —así como de los pueblos originarios que se encuentran en sus fronteras—. Esta innegable realidad no es siempre admitida por una parte de la población del país la que sueña, no sin orgullo, con orígenes míticos enraizados en la vieja Europa. La élite intelectual chilena abre lenta pero seguramente sus puertas mentales e ideológicas al conocimiento de las bases históricas y sociológicas en las cuales se hunden los pilares que constituyeron a la nación chilena. Más que todo acepta la violencia y la coerción tanto física como simbólica que acompañaron el ímpetu que afirmaban “civilizador” por parte de los chilenos recientemente emancipados de la Corona española. La relación compleja que se ha tejido desde los primeros decenios del Siglo XIX entre el Estado chileno y el pueblo mapuche desembocó sobre el despojo y la humillación del segundo, no sin dejar hasta la fecha, profundas cicatrices en las llagas mal cerradas entre los descendientes mapuches.

Hablar de los mapuches en Chile, de sus realidades, cultura, historia, organizaciones, etc., conduce inevitablemente a considerar sus demandas y luchas. No es simple para los estudiosos abordar este tema. Sencillamente porque no es neutral. Disyuntiva que comprendieron a la perfección los intelectuales, artistas, poetas y actores mapuche en general que se han vuelto, a lo largo de los últimos años, interlocutores obligados. Por lo tanto, sean los ensayistas e intelectuales interesados en la saga mapuche, sean o no indígenas, se ha vuelto una postura honesta posicionarse sin refugiarse detrás de la confortable cobardía científica. No obstante, no es necesario acudir a militancias mapuchistas dado que no servirían al entendimiento de la historia de un pueblo que, con razón, sin lugar a duda, se enterca en no desear su desaparición ni asimilación con una cultura que no es la suya: la cultura del mundo winka. Es más, un estudioso extranjero al pueblo mapuche no tiene lógicamente permiso ninguno para hablar o actuar como mapuche, o en el nombre de todo un pueblo celosamente arraigado a su existencia como pueblo distinto.

Los mapuche concurren en la construcción de la historia de Chile de manera activa y participativa. Es probablemente un error grave defender la idea de que lo hacen despreocupándose de los destinos de Chile, para su beneficio propio. No es el significado de las reivindicaciones autonomistas actuales. Tampoco de su desconcierto frente a lo que es su propio devenir.

El pueblo mapuche —sin lugar a duda un pueblo y no una etnia como lo pretende el corpus legal en nuestro país —, en lo que le queda de espacios auténticamente suyos, reclama el respeto de su diferencia dentro de un espacio nacional chileno que, con una buena dosis de voluntad política, debería reconocerse como irremediablemente diverso y pluricultural. La pregunta indiscutible entonces gira en la determinación de este espacio auténticamente suyo. No es el rol del que escribe estas líneas contestar para los mapuche. En definitiva son ellos, los mapuche, los únicos que son habilitados para aportar una plena y satisfactoria respuesta. Sin embargo, es precisamente este punto increíblemente complejo que genera el desafía mayor que el entorno sociocultural, en nuestro caso llamémosla winka, plantea al mundo mapuche: ¿quiénes son Ustedes? ¿Qué es ser mapuche? ¿Qué quieren Ustedes?

Muy probablemente la mayoría de los actores mapuche referirían a su lengua, a su cosmovisión, a su medicina u otras muy valiosas cosas por el estilo. En suma todo —o casi todo— lo que han perdido obligadamente o no, con la complicidad de sus ancestros o no. Los mapuche se han vuelto en nuestros días, y frente a las difíciles contingencias que tuvieron históricamente que enfrentar, los habilitados constructores de sus imaginarios con una cierta desconfianza hacia los aportes exteriores. La clave debería hallarse en ultrapasar una identidad de origen, la mayoría de las veces añorada sí pero exageradamente mitificada, para idear y encontrar un horizonte colectivo abalizado, reflejo de un proyecto (entiéndase, una proyección) en el que la mayoría de los mapuches quieran integrarse e involucrarse para desear su futuro.

El reto no es menor. Sería ocioso insistir en ello. No obstante es legítimo señalar dos argumentos frecuentes que surgen en las confidencias de los mapuches cuando aceptan el juego de las entrevistas. En primer lugar, su falta de cohesión. En segundo lugar, la aparición de un nuevo modelo político reivindicativo. Ambos polos, sea dicho de paso, vinculados por un sinfín de conexiones extremadamente matizadas.

Frente a esta discreta pero desmesurada infinidad de opciones que encuentra frente a sí el actor mapuche, no es impensable defender la idea de que, al igual de la diversidad presente entre los muchos sectores de la sociedad, los mapuche sufren un proceso de desestructuración social, moral, política, religiosa y económica en muchos puntos similar a los procesos desestabilizadores que afectan a la población nacional, continental hasta mundial pero, y en eso se concretiza la diferencia, la manera en que y donde se vive y siente el trastorno ¡sí! es diferente. De ahí un proyecto multifacético para (re)construir el pueblo mapuche sobre bases de nada simples de precisar por los propios interesados. Si la cultura de los mapuche se ve profundamente alterada, lo es también la cultura de los winkas porque ninguna cultura viva es estática. Y cuando una cultura se ha tornado inmutable, es muerta ya y hace el interés de los arqueólogos.

Pensamos que la declarada falta de cohesión observable en este pueblo no debe extrañar puesto que posiblemente tampoco existe algún proyecto real y profundamente cohesionador a nivel nacional. Ahora bien, ¿se reprochará en el otro —mapuche— las carencias que topamos en nosotros —no mapuche—? En suma las cuestiones fundamentales, para todos los integrantes de la nación chilena, sean mapuche o no, podrían ser estas: ¿Cuál pueblo mapuche queremos? ¿Cuál pueblo chileno deseamos? ¿Qué esperamos del otro? ¿Qué podemos aceptar del otro? En fin ¿Qué ofrecemos al otro?

Hacerle es exponer la historia de los mapuche, esta vez con formas sutilmente distinguidas, a “una cierta actitud discriminadora y peyorativa en el análisis del problema”, escribe el sociólogo Valdés. En definitiva, más que inculcar a los mapuche un castrador juicio de culpabilidad, sería mucho más conveniente, como primer paso, reconocer las falencias de un inexplicable modelo monocultural, generador de incomprensiones, injusticias y violencias por parte de todos los sectores involucrados —todos los chilenos— y, como segundo paso, abrir un camino de interculturalidad con el sano proyecto de elaborar juntos una sociedad chilena pluricultural. Lo que siempre ha sido y nunca dejó de ser.


* Su autor es antropólogo. Universidad de los Lagos, CEDER, Chile. Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, ICSHu, México