Chile debe velar por la no discriminación entre distintos grupos poblacionales. Por una históricamente inadecuada inversión en educación durante el siglo XIX y gran parte del XX, las oportunidades se han distribuido de manera muy desigual entre los chilenos, muy en correlación con su origen socioeconómico. Así, los niveles de movilidad social han sido extraordinariamente reducidos. El acceso a una mayor cobertura en educación escolar y superior ha mejorado las perspectivas en este campo, aunque por diferencias en la calidad de la educación y una muy dispareja inversión en educación preescolar, las oportunidades aún están lejos de equipararse. Una desigual distribución de éstas puede equivaler a una suerte de discriminación con efectos perdurables en la vida laboral de las personas.

Estos últimos efectos a veces son interpretados como discriminación laboral. Por ejemplo, en la encuesta Casen 2009 los graduados de educación superior que se identifican con alguno de nuestros pueblos originarios exhibieron un salario por hora inferior en 32 por ciento a sus pares que no pertenecen a esas etnias. ¿Prueba eso una discriminación laboral contra los pueblos originarios? Es difícil saberlo. Algunos estudios sugieren que una vez que se controla por los distintos factores que influyen en el salario de una persona, las diferencias efectivas en los ingresos desaparecen. Así, ellas serían consecuencia de las decisiones tomadas a lo largo de la vida por los distintos grupos. Por cierto, esto no descarta que esas decisiones hayan sido influidas por actos de discriminación cuando ellas se tomaron. Así, llama la atención que mientras más del 19 por ciento de la fuerza de trabajo no indígena se graduó de una institución de educación superior, sólo ocho por ciento de la fuerza de trabajo que se identifica con alguna etnia originaria hizo lo propio. Asimismo, entre ambos grupos poblacionales hay diferencias importantes en las ocupaciones, lo que puede reflejar distintas opciones profesionales, aunque también, y probablemente, diferencias en oportunidades de acceso a resultas de una educación de inferior calidad. Asimismo ocurre que profesionales indígenas desarrollan su labor desproporcionadamente (respecto de los no indígenas) en zonas menos productivas. Éstas pueden ser tales precisamente por insuficiente inversión en capital humano en ellas. Por tanto, se ha creado un círculo poco virtuoso, que inhibe el progreso de nuestros pueblos originarios.

Antecedentes dispersos que surgen sobre la realidad salarial, laboral y educacional, entre otros, sugieren que falta un estudio sistemático de la realidad de los pueblos originarios que oriente el diseño de la política pública. Una información más detallada permitiría, por ejemplo, distinguir mejor entre reivindicaciones de carácter cultural y aquellas más vinculadas al deseo de progreso. Las políticas públicas en los últimos años parecen haber confundido ambas dimensiones: la entrega de tierras no parece dar adecuada respuesta a las demandas económicas del pueblo mapuche, aunque sí podría satisfacer su demanda por identidad cultural. Si así fuere, la política indígena debería redefinirse significativamente, pues no parece plausible que con un mismo instrumento se puedan abordar ambas situaciones. En ausencia de información apropiada, es habitual que se improvise una política pública. Quizás la forma menos visible de discriminación, pero con más consecuencias, es que el país diseñe su política indígena sin la información que exige para otros ámbitos.