La huelga de hambre de los militantes mapuche causa, sin duda, horror. Durante las celebraciones del Bicentenario, de Arica a Magallanes, de la cordillera al mar, difícilmente alguien pudo comer una empanada o un choripán sin sentir, aunque fuese en algún rincón recóndito de la psiquis, el fantasma de una palabra, “hambre”, que se encuentra sin duda impresa a fuego en la memoria misma de la especie humana. Pero, quizás precisamente por su dramatismo, es necesario, ahora mismo, pensar fríamente este fenómeno, y pensarlo políticamente.
De hecho, la huelga de hambre ha sido, en el último siglo, un recurso político, al cual han recurrido figuras tan disímiles como Ghandi, Golda Meir, Bobby Sands en Irlanda, los presos políticos en Cuba, Carlos Salinas de Gortari en México, Evo Morales e Ingrid Betancourt, por sólo nombrar algunos casos. Y es también un recurso político la huelga de hambre que ahora nos ocupa, así como políticas, y no jurídicas en principio, debieran ser las medidas para desactivarla.Para empezar esta reflexión, algunos datos de realidad. Según el censo del año 2002, hay del orden de 600 mil integrantes de la etnia mapuche en Chile. Un 80% de ellos habita en las regiones de la Araucanía (IX), de Los Lagos (X), de Los Ríos (XIV) y Metropolitana. Es decir, se trata a estas alturas de una población mayoritariamente urbana (Temuco, Valdivia, Puerto Montt, Santiago). Y, desde ya, llama la atención que, no obstante esta concentración urbana, la masa mapuche, por ejemplo en Santiago (200 mil habitantes de esta etnia, según el mismo censo) se haya abstenido de manifestarse, de modo también masivo.
es que el escenario en el cual esta huelga de hambre se desarrolla es el del mundo globalizado. En él, una minoría (o elite) radicalizada, producto en este caso del alza en los niveles de escolarización del pueblo mapuche, cuenta con las herramientas para dirigirse a interlocutores también globalizados: a las incipientes instituciones de lo que algunos intelectuales (Hardt y Negri, fundamentalmente) llaman hoy “Imperio”. Se trata de la red de ONG’s, organizaciones y tribunales internacionales, también mass-media, que, más allá de los presupuestos humanistas que explícitamente los inspiran, constituyen una suerte de legalidad supranacional, imperial en rigor. En este sentido, es necesario distinguir, como Hardt y Negri lo hacen, el viejo imperialismo, ligado a la promoción, a escala global, de intereses nacionales, del naciente imperio globalizado. Pues lo que caracteriza a los imperios (Roma, en la historia de Occidente, es el caso paradigmático) no es la mera arbitrariedad, sino la puesta práctica de la justicia, la cual en cambio los legitima. A los chilenos nos ha tocado vivir ya un episodio crucial en esta legitimación imperial. El juicio a los crímenes de Augusto Pinochet, objetivamente imposible en Chile, fue posibilitado, precisamente, por la entrada en acción de mecanismos internacionales que, dada su impersonal justicia, bien cabría calificar como “imperiales”.
Los radicalizados dirigentes mapuche tienen escaso arraigo en la masa de su etnia. La modernización, la creciente migración del campo a la ciudad, quizás también rasgos culturales propios, explican este fenómeno, que hace del mapuche promedio, no un comunero, sino un ciudadano de segunda clase. Pero, en cambio, han hecho uso inteligente del recurso directo a la autoridad imperial: sus interlocutores no son el pueblo mapuche “de a pie”, sino la justicia del imperio, a la cual la globalización les proporciona un muy directo acceso. Este acceso directo, por lo demás, ha sido históricamente, en condiciones imperiales (piénsese nuevamente en Roma), el recurso de las minorías nacionales frente a atropellos a sus derechos y cultura, perpetrados, muchas veces en la historia, por los poderes nacionales que los oprimen. Piénsese también, más contemporáneamente, en la huelga de hambre de los presos irlandeses, en 1981, que cobró diez víctimas, entre ellas Bobby Sands, quien entretanto había logrado ser electo al Parlamento. Esta huelga, nuevamente, estaba dirigida, no al pueblo irlandés en cuanto tal, sino apuntaba al corazón mismo del Imperio (el británico, en este caso) y, más fundamentalmente, al poder mediático internacionalizado, pre-imperial aún, de esos años.
Este análisis hace patente la ingenuidad de los recursos, jurídicos o tecnocráticos (del tipo de las políticas públicas) a los cuales tanto los gobiernos de la Concertación como el actual gobierno de Sebastián Piñera han recurrido, y recurren. Estos recursos, la juridización fundamentalmente, no hacen sino jugar en pro de una situación, sin duda favorable a los grupos mapuche más radicalizados (y también a los sectores anti-democráticos que constituyen algo así como el sótano de la derecha chilena, siempre a la espera de una nueva oportunidad). Situación en virtud de la cual, sin medias tintas, aparece el Estado chileno en oposición radical a un pueblo mapuche oprimido.
Desactivar este perverso juego debiera ser la tarea por excelencia de la política. Para lograrlo, habría que partir por desjuridizar el problema, para lo cual bastaría con que el Estado chileno se desistiera de las demandas por Ley Antiterrorista y ante la Justicia Militar. Son ingenuos, o perversos, políticamente, los sectores que se aferran a la idea de que tal desestimiento sentaría un mal precedente. Porque, una vez desjuridizado el problema (y, en una segunda etapa, rediseñada toda la mala legalidad que se encierra en la Ley Antiterrorista, así como en la aplicación a civiles de la Justicia Militar), se abriría, para la política mapuche, una nueva era. En lo fundamental, sea por acción de los actuales dirigentes, encarcelados y procesados, o de otros por venir, tal política carecería de los recursos (al menos, de los más dramáticos) para apelar directamente al Imperio, pasando por sobre el Estado chileno y la misma “mayoría silenciosa” mapuche. Es decir, sin renunciar a sus legítimas demandas nacionales, étnicas, culturales, la política mapuche se vería obligada a articularlas con demandas de tipo tradicional: demandas de no-discriminación, económicas, culturales, que sí tienen cabida, si hay inteligencia política, en el marco del estado-nación chileno, y que le darían un carácter masivo, no elitario.
Si hay inteligencia política.