Desde la llegada de la Alianza por el Cambio hemos sido testigos de una radicalización extrema de la política de criminalización de toda protesta social. La misma que la Concertación aplicó con algo de vergüenza durante sus veinte años de Gobierno. Se endurece la represión, la estigmatización y el maltrato de todos aquellos que manifiestan su malestar con un modelo que solo produce pobreza, desigualdad y concentración de la riqueza.

Víctima privilegiada de esta política de exterminio físico y político que se extiende por siglos son nuestros pueblos originarios, a quienes se les aplica hoy el mismo instrumento que la dictadura utilizaba para contener a quienes catalogaba como enemigos internos. Los métodos son los mismos: fabricación de falsos enfrenamientos, auto-atentados y manipulación de pruebas para justificar el exterminio de quienes piensan distinto.

Las naciones que pueblan nuestro país son exterminadas a pesar de convenciones y tratados que nunca fueron respetados por quienes ejercen el poder. En las culturas originarias no existía la propiedad privada sobre la tierra y se reconocía la territorialidad de determinadas culturas en virtud de su derecho ancestral a vivir y a reproducir su existencia a costa de un intercambio libre de materia y energía con la naturaleza de la cual se era parte inseparable. No es que la tierra le perteneciera a esos pueblos. Es que esos pueblos pertenecían y pertenecen a esta tierra que los ha visto nacer, crecer, desarrollarse y morir por milenios.

Quienes llegaron predicando un dios único, infinito, eterno y misericordioso intentan -hasta el día de hoy-, borrar a esos pueblos y sus culturas que son el único obstáculo para apropiarse de una tierra que no les pertenecerá jamás. Comenzaron regalándosela entre ellos, en nombre de dios y del rey. La que no fue apropiada por los conquistadores se la adjudicó el Estado por no existir “certificados de dominios” que acreditasen la propiedad de las mismas. Luego las fueron vendiendo a inversionistas nacionales y extranjeros para que desarrollaran sus negocios expulsando a quienes allí vivían, a las “gentes de la tierra”, a los Mapuche.

Los nuevos invasores acreditan que la tierra ha sido comprada, poco importa a quién, para traspasarla luego de mano en mano hasta encontrar su destino final en algún proyecto económico inmensamente rentable. Para el invasor. El resto se hizo en riguroso silencio, ignorando por siglos a los habitantes de la tierra mientras se gestaba la “Deuda Histórica del Estado Chileno Para Con Sus Pueblos Originarios”. El Estado nunca los reconoció como suyos, nunca buscó respetar su cultura y los sigue tratando como extranjeros en su propia tierra.

Se les acusa de amenazar la sacrosanta propiedad privada de los usurpadores. El heroísmo de Lautaro deviene en actividad “terrorista”: Sus descendientes son encarcelados y tratados de manera inhumana, violando todos sus derechos, con juicios y jueces que dan vergüenza y con testigos que declaran con el rostro cubierto. Esto -que no podemos calificar sino de infamia-, nos recuerda las palabras que Luis Emilio Recabarren escribiese para el primer Centenario de nuestra curiosa “independencia”:

“Yo no podría afirmar si los procedimientos judiciales estuvieran alguna vez dentro de la órbita de la moral. Pero lo que puedo decir es que debido al desarrollo intelectual natural del pueblo, éste ha llegado a convencerse de que la justicia no existe o de que es parte integrante del sistema mercantil y opresor de la burguesía. Yo he llegado a convencerme de que la organización judicial sólo existe para conservar y cuidar los privilegios de los capitalistas”.

Permítaseme reconocer la impotencia que siento y tratar de repararla rompiendo el silencio cómplice de algunos “defensores de los derechos humanos” que prefieren callar para no dañar la “imagen país” de este Chile del Siglo XXI, tan lejos del desarrollo, simple Club privado atendido ahora por sus propios dueños.

Por Daniel Jadue

Presidente Centro de Desarrollo Social y Cultural La Chimba