El año 2010, previsto por la elite dirigente como un año de festejos, nos ha obligado a recordar que nuestra sociedad chilena, sufre severos desgarramientos y fracturas, producto de su configuración histórica. Tres hitos han marcado este complejo año, los que refieren a conflictos constantes en torno a problemas que han marcado nuestra historia bicentenaria.
En primer lugar, el 27-F, nos recordó lo frágil de nuestra institucionalidad, la falta de previsión para atender a catástrofes naturales, pese a que por nuestra condición geográfica, esta debiera ser una materia de preocupación de primer orden. Aún conmueve recorrer la costa de las regiones del Maule y Bío Bío y constatar lo lento y dificultoso del proceso de reconstrucción. Esto, no solo en términos materiales, sino también en torno a la reconfiguración de comunidades locales severamente golpeadas y permeables.
Lo que puso en evidencia este hito, es la obtusa centralización del aparato del Estado. La lenta reacción gubernamental, la pobreza franciscana de los dispositivos de comunicación, la precariedad de los sistemas de emergencia regionales, nos rememoraron dolorosamente que los recursos y la toma de decisiones para el conjunto del territorio, se toman en ‘la gran capital’.
El sentido de urgencia que requería resolver cuestiones de diversa índole, debió posponerse previo chequeo del impacto comunicacional que implicaba tomar alguna medida de parte del gobierno de turno o de la disponibilidad de un helicóptero. Varias horas tuvieron que pasar, para que el país se enterara de la magnitud de la tragedia del borde costero del Maule y Bío Bío.
El centralismo no es inevitable, pero constituye uno de los pilares sobre el que se construyó el Estado-Nación. Ello no significa naturalizarlo, sino precisamente reconocer la necesidad histórica de reponer el debate sobre la manera más eficiente y de paso democrática, para estructurar el Estado. Esta discusión, que durante el S. XIX fuera a ratos muy álgida, implica discutir el cómo se conciben las instituciones republicanas, cómo se distribuyen los recursos y cómo incide la sociedad civil en la toma de decisiones.
En el fondo, descentralizar es democratizar.
Un segundo conflicto bicentenario, lo constituyó la prolongada huelga de hambre de los comuneros mapuche, presos políticos en diversas cárceles de la región del Bío Bío y La Araucanía. Este problema tiene varias aristas.
Uno de ellos es analizar la compleja relación entre la sociedad chilena y el pueblo mapuche. Dónde radica el conflicto, no es un mero problema económico o territorial. Es un problema además político y cultural. El reconocimiento del otro, con su cosmovisión y su derecho a la autodeterminación sin duda trastoca una serie de ‘verdades’ inducidas por nuestra historia bicentenaria. Este conflicto es de largo aliento y reconocer su existencia (y no negarla) es solo un primer paso. No olvidemos que recién el Estado y la sociedad civil, empezaron a reaccionar cuando la huelga de hambre se acercaba a cumplir 2 meses. Sencillamente impresentable.
La otra arista de este mismo problema, lo constituye la discusión sobre la aplicación (y la pertinencia) de la Ley Antiterrorista. Esta problemática trasciende por lejos al conflicto chileno-mapuche. Aquí lo que está en juego, es la criminalización de la protesta social, usando las elites dirigentes, el peso de la ley, para juzgar y condenar a quienes cuestionan el orden establecido. Hoy son los mapuche, pero mañana pueden ser activistas sociales, dirigentes políticos, jóvenes rebeldes o cualquiera que no se sienta parte de los consensos hegemónicos y decida resistirles.
Aquí lo que está en juego también, es la calidad de la democracia.
Por último, hemos sido testigos en estos días de un gran despliegue escénico asociado al rescate de los 33 mineros atrapados en la mina San José. Sin duda un hecho notable. El problema es que poco o nada se dice acerca de las condiciones laborales en que trabajan miles de mineros a lo largo del territorio y de muchos otros oficios que por poco dinero, no cuentan con las condiciones de seguridad mínimas para desempeñarse.
La desprotección material y social, en que muchos trabajadores operan en el Chile neoliberal, es, a no dudarlo, uno de los grandes conflictos bicentenarios. Basta con desempolvar la historia del movimiento obrero chileno, para rememorar que la relación capital – trabajo es profundamente asimétrica. La concentración de la riqueza en Chile y la sempiterna desigualdad, se basa entre otros aspectos en la precariedad laboral y en una legislación que hace ‘vista gorda’ para proteger al gran capital. Ojala, la experiencia de los 33 mineros de Atacama, ayuden a resituar el debate sobre la calidad del trabajo en Chile.
No hay desarrollo posible, mientras no se cuente con una legislación laboral que proteja (y además promueva) efectivamente a los/as trabajadores/as y defienda sus derechos.
Estos 3 problemas trascienden sin duda la acción de los gobiernos de turno. No obstante ello, es parte de su tarea hacerse cargo de los mismos. Sin embargo, el rol de la sociedad civil y de la intelectualidad crítica es promover dicha discusión, proponer alternativas de solución y actuar en consecuencia.
Ojala no haya que esperar otros cien años para su solución.
San Miguel, Octubre 2010
Alexis Meza Sánchez
Vicerrector Académico Universidad ARCIS/
Secretario de Redacción Revista “HistoriaViva”