Lunes 12 de Abril de 1999
Puntos de vista
Realidad mapucheExplico por qué soy partidario de los mapuches.
N.I.N.A. son las iniciales de la frase inglesa: "No irish need to apply". La traducción de ella es "No se admiten irlandeses". Las letras "Nina" se colocaban con frecuencia en los carteles pidiendo trabajadores en Nueva York y otras ciudades del noreste de los EE.UU. hasta bien entrado el presente siglo. Con franqueza pública, típica de anglosajones, se atribuía a los irlandeses el mismo tipo de vicios, supuestamente congénitos, que en privado los "huincas" chilenos acostumbran asignar a los mapuches.
Nací de cuatro diferentes ramas ancestrales de Irlanda, Escocia, Yugoslavia y España. No creo que mis antepasados biológicos hayan imprimido huellas culturales en los genes de mis abuelos y padres. Sí, desde mis primeros atisbos de conciencia propia, he quedado inducido a mantener una sensibilidad preferente por las peculiaridades culturales de los pueblos de Irlanda, Escocia, Yugoslavia y España.
En mi niñez y juventud, mi padre, John Neely Woods, nunca vaciló para actuar en valiente desafío al juicio de parientes, amigos y empleadores en protección inmediata de quienes recibían un vejamen social injusto. Me crié en el campamento americano del mineral de Potrerillos. Mi padre fue el único norteamericano que invitó a cenar a su casa a un conjunto de visitantes negros, cantantes de "spirituals". En los años treinta, un estadounidense de Texas que mostraba cordialidad con negros recibía calificativos infamantes. En esos mismos años recrudeció el antisemitismo: mi padre reaccionó incrementando sus muestras públicas de amistad con los pocos judíos vecinos. Al comienzo de la II Guerra Mundial la gerencia de la empresa expulsó con brutal desconsideración a la única familia alemana. Mi padre no era amigo de ellos. No dudó en darles alojamiento y depósito para sus pertenencias, arrojadas a la calle por la fuerza pública. Lo mismo ocurrió cuando se produjo la violenta expulsión de una familia de comerciantes japoneses. En tiempos de González Videla, de cacería de brujas comunistas, mi padre dio trabajo y vivienda a un matrimonio de profesores comunistas exonerados de sus empleos, cargados de hijos y de familia colateral.
Ya joven, conocí un reportaje fotográfico de la revista "Life", sobre la persecución y exterminio de judíos de Europa. Una fotografía me produjo la más profunda e imborrable conmoción. Es la de los sobrevivientes del Ghetto de Varsovia. Ancianos, mujeres y niños caminan por una calle en filas ordenadas que ocupan casi todo el ancho de la calzada, encuadrados por hoscos y muy robustos soldados nazis, premunidos de metralletas apuntadas a los indefensos judíos. (Los hombres, jóvenes y adultos, que no murieron combatiendo, habían sido asesinados). Nunca he tenido la más mínima duda; los míos, los nuestros, mis hermanos eran los judíos y jamás podría ser quienes los llevaban al matadero.
Por ancestro cultural, por formación familiar y en virtud de las enseñanzas de profesores y de religiosos cristianos, católicos y protestantes, mi deber moral está al lado de los mapuches, de los que sufren, de los desvalidos de poder y de fortuna.
No obedezco a sentimientos de compasión o misericordia, que implican sentirse en superioridad. Me siento en un plano de igualdad básica de humanos con los mapuches, hermanados en una misma búsqueda afanosa de un bien común.
El problema mapuche somete a una prueba crítica el grado de cultura humanista de la nación chilena. Su solución excede, en mucho, a los hitos de referencias burocráticos, políticos, judiciales o económicos. Debemos reconocer que ellos son diferentes y que tienen derecho a defender sus diferencias. Debemos conocer a cabalidad y con honesta lealtad nuestras diferencias para aprender a respetar y apreciar las de ellos en sus propios méritos. Es pertinente que recordemos las palabras de una de las eminentes políticas europeas de este siglo, la francesa judía, Simone Weil: "Se comprende sólo lo que se ama".
Carlos Neely I.
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