miércoles 2 de febrero de 2000Sabiduría del antiguo pueblo mapuche
La organización administrativa de la antigua sociedad mapuche imitó los órdenes y jerarquías propios que impone la naturaleza. Es decir, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, escuchó y asumió las voces -no de la "opinión pública"- sino del poder (newen) que se manifiesta per se en los diversos "oráculos" de la realidad natural.
- A diferencia del reino animal, todo mapuche sabía que en cada hombre duerme un espíritu-pillán agazapado, capaz de todas las cosas, incluso de "apoderarse" un día de los cuerpos celestes, esa jerarquía del poder mayor del universo.
¿Y cuáles son éstos? En primer lugar, el apoyo de la mujer (un lonko sin mujeres, hijas, esposas, nueras, no tenía ningún ascendiente de autoridad ni política ni económica). Después interrogaba a los más ancianos, cuyo juicio muchas veces resultaba decisivo, sobre todo cuando el anciano era además dungulfe o peumantufe; es decir, "adivino", "clarividente". Este consultaba no a las bases de un "partido político", invento occidental tardío, sino a los pillanes o grandes espíritus de antepasados heroicos y sabios. En otras palabras, a la "sociedad civil", que en verdad era la "sociedad iniciada". Fue el caso clásico del prudente Colo Colo.
El tercer oráculo natural manifestador de la "voluntad de la tierra" para elevar a un individuo a la responsabilidad de jefe estaba en los méritos personales. Aquí se trataba de la inteligencia, aquella mezcla de audacia y coraje al modo de Lautaro, y de la constancia -voluntad- para nunca desmayar ni quejarse, como la que exhibiera incólume un Caupolicán, quien al momento de ser empalado no exhaló una queja. Estos eran básicamente los tres signos de la naturaleza que debían concurrir a la hora de elegir un apo-ulmen o un Jefe de Estado araucano. Tenemos, pues, que las dinastías hereditarias no existían en el núcleo más hondo de la concepción política mapuche: había que conquistar el poder, hacer hablar de nuevo a los fuegos sagrados, y en dinámica tensión conquistar la fuerza femenina y el favor elocuente del cielo. Por supuesto que el hijo de un gran cacique, como fue el caso de Kilapán con respecto a su padre Mañil, tenía mejores posibilidades de ser lonko o toki, pero al modo como un cachorro de león tiene mejores perspectivas de también ser "rey de la selva" que el cachorro de un huemul. Pero sólo eso, ya que a diferencia del reino animal todo mapuche sabía que en cada hombre duerme un espíritu-pillán agazapado, capaz de todas las cosas, incluso capaz de "apoderarse" un día de los cuerpos celestes, esa jerarquía del poder mayor del universo.
Al morir un lonko (jefe, "cabeza") su sucesor no se elegía por aclamación. Debía confirmarlo "la altura de la tierra" (wechunmapu), representada por la fuerza magnética de la mujer. Según datos del gran maestro mapuche, don Martín Alonqueo, el día de la elección, cada jefe de hogar emitía un "voto individual" traducido en una bolsita de tierra que cada elector "calificado" (porque se trataba de un cacique -un jefe de clan- elegido a su vez de acuerdo al procedimiento ya descrito) cargaba sobre su hombro y lo depositaba en un lugar determinado. La urna estaba representada por una doncella bellamente ataviada con los colores del cielo (kallfumalen) a cuyos pies se iban dejando las preferencias acumuladas en forma piramidal. Ella, como símbolo de la libertad de la conciencia, vigilaba el cumplimiento de los votantes y los atraía con su pureza. (Por lo tanto, se trataba también de los mejores méritos femeninos). Según el número de candidatos así era el número de doncellas, supervigiladas por un consejo de ancianos imparciales (koyactun). La doncella estaba de pie ante dos vasijas, cuyos brebajes tenían la virtud de "atraer voluntades", haciendo en el aire continuas aspersiones "para que el aire se encargara de transportar esta fuerza de la virtud, que el que aspira ese aire se decidiera por tal ülmen" (Alonqueo, 1985). Vencía aquel que lograba un montículo piramidal más elevado. Al término de la votación, que duraba desde la salida del sol (prapan antü) hasta después del mediodía (nak antü), la doncella representante del poder del candidato vencedor, se erguía sobre el montículo y lo declaraba victorioso a los cuatro puntos cardinales.
En la antigua araucanía teníamos, pues, un tipo de aristocracia democrática, inspirada en la estructura misma de la naturaleza. Es decir, el gobierno de los mejores, cuya calidad y méritos quedaban sancionados colectivamente en una Junta de Notables o Consejo de Sabios y por la virtud del poder femenino. No existía ninguna especie de comunitarismo ni siquiera nominal, como fue el caso de los incas y aztecas, pues cada familia y agrupación de familias era dueña absoluta de sus bienes y de sus decisiones. El bien más preciado de Arauco era la libertad. Ni siquiera se pagaba tributo o "impuesto" a nadie por ningún motivo, salvo uno voluntario en tiempo de guerra, la gran crisis en que estaba amenazada la libertad, razón de ser donde descansaba el sistema. Tal tributo se resolvía en disponer de la propia voluntad bajo la guía de un jefe y en proporcionar víveres, armas y la fuerza productiva de la mujer que debía alimentar las tropas.
La gran herencia política del antiguo Arauco para Chile se podría resumir, en consecuencia, en lo siguiente: la democracia o el acceso al poder político de una nación debe coincidir con la "voz de Dios", es decir, con la estructura jerárquica que muestra la naturaleza, la que se expresa a través de la probada sabiduría (ancianos), los méritos y talento personal, la intuición espiritual u "olfato" sagrado de los iniciados o "shamanes" y la aprobación o apoyo de la naturaleza que pasa por la mujer. De la combinación y coincidencia de estos cuatro factores armonizados, había (y siempre habrá) seguridad absoluta de la idoneidad del elegido. De este modo, hay certeza que siempre, en cualesquiera de los postulantes al gobierno, será lo mejor del "ser" del pueblo -en todos y cada uno de sus hombres- el verdadero candidato.
Ziley Mora Penroz
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