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“Yo no tengo nada en contra de
los negros, pero sí en contra de los negros de mierda”. De tantas
bocas, en tantas situaciones, esta frase echa día a día su
granito de aporte a la arena de la incomprensión, la intolerancia
y el desencuentro social argentinos… Aunque pretenda ocultar, su significado
es transparente: primero advierte que no hay un prejuicio racista, que
el problema con este tipo de gente no es el color de la piel. Claro, es
difícil concebir que en un país como el nuestro, donde la
inmensa mayoría de los habitantes es el resultado de una reunión
de contribuciones genéticas múltiples, se puedan enarbolar
actitudes de discriminación racial, aunque de todos modos existen,
y en varios sentidos. La frase, sin embargo, no está libre del pecado
de discriminación, sino más bien lo contrario, aunque en
este caso es sobre todo social.
Con “negros de mierda” se pretende señalar e identificar a cierto tipo de gentes portador de características censurables en su personalidad como el resentimiento, la irreverencia descomedida, la mala educación, el mal gusto, los bajos instintos, la procacidad, el irrespeto, lo chabacano, la agresión, la violencia, la ingratitud, el vicio… Se considera que estos defectos tarde o temprano se hacen presentes, a pesar de las buenas intenciones que se pongan en la atención y de las recompensas que se prodiguen. En el fondo, es una manera de sentenciar, de decir que no tienen escapatoria, que aquellos nacidos y criados bajo ese estigma, esto es al desamparo de la cultura y las leyes de la marginalia social argentina (bajo el rigor de la pobreza y la falta de oportunidades iguales a los demás, padeciendo condiciones adversas que van desde la insuficiente alimentación hasta el acceso a una educación apenas precaria), podrán tener algunas virtudes pero siempre la oscuridad de los vicios terminará por opacar toda intención de brillo.
Un caso al que en este sentido muchos se suelen referir como paradigmático es el de Maradona. “Tuvo todo a su favor, el mundo a sus pies, pero terminó demostrando que, al fin y al cabo, es un negro de mierda”, resume un extendido pensamiento refutador del argentino más popular en el mundo que haya existido. Y hay incluso quienes parecen disfrutar especialmente que quien haya sido señalado por los hados para emerger de su condición original termine pagando el precio de semejante desatino social (por ejemplo, Bernardo Neustadt, quien ha regresado a la televisión para derramar otra vez su cloaca ideológica, ha demostrado ser uno de los abanderados en este sentido).
Claro que es un albur romper con ese estigma y procurarse otro destino: sólo individualidades iluminadas pueden intentar asomarse. Y si lo hacen de modo colectivo son señalados como “la chusma” o “los cabecitas negras”, como ha ocurrido en la historia argentina.
La identificación de esta
marca social con un determinado color de piel no es ni nueva ni casual.
Acaso este tono oscuro de hoy no es otro que la herencia de aquel cobrizo
original americano que desde hace siglos pinta aquí el cuero de
los sojuzgados, mezclado con el oscuro africano que aportaron decenas de
miles de negros que, como esclavos, alguna vez fueron una inmensa legión
en poblaciones como la de Buenos Aires y Córdoba, y que luego, liberados,
dejaron su sangre en las guerras de la independencia y las intestinas,
hasta terminar diluyéndose definitivamente en la mixtura con sus
pares, los otros desheredados de estas ubérrimas latitudes.
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