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|Miércoles, 25 de Junio de 2008

Dos reflexiones sobre diferentes aspectos del conflicto rural

La tierra y los usos de la fuerza

El lugar de los pueblos originarios en la disputa por las ganancias que produce la explotación agropecuaria del “territorio ancestral indígena”. ¿Negociar o despejar las rutas? El debate sobre qué debe hacer el Estado ante los piquetes.

La rapiña “del campo”

Consejo Asesor Indígena *

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Desde hace más de tres meses venimos asistiendo como meros espectadores a una confrontación entre el Gobierno y sectores del capital agropecuario que debería incluirnos en primer término, ya que la pelea de fondo es por el acceso y el reparto de las multimillonarias ganancias que extraen del territorio ancestral indígena.

El Estado argentino reconoció en la Constitución de 1994 la preexistencia de los pueblos originarios, siendo actualmente catorce los pueblos que sobrevivimos en porciones muy pequeñas de nuestro territorio ancestral pese al racismo y la negación sistemática, no sólo de nuestros derechos reales, sino de nuestra existencia misma. Además, en el 2000 el Estado formalizó su adhesión al Convenio 169 de la OIT. Finalmente, el año pasado, Argentina, como país signatario de Naciones Unidas, firmó la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas.

Estos reconocimientos suponen derechos efectivos, no sólo a la vida en sí, sino a la vida en nuestro territorio ancestral. En el caso del pueblo mapuche, en puel mapu (territorio del este de la cordillera), muchas de nuestras familias que hoy ocupan pequeñísimas fracciones de campo en las mesetas y estepas de Río Negro, Neuquén y Chubut fueron masacradas y hechas prisioneras por el Ejército Argentino (a partir de 1833 en diferentes campañas) de las tierras que hoy son el botín de la soja y de las extraordinarias rentas diferenciales del suelo de la pampa húmeda.

Apellidos tales como Catriel, Painé, Epugmer y Calfucurá –representantes de miles de familias que vivían en el territorio de lo que hoy es la provincia de Buenos. Aires, sur de Córdoba y La Pampa–, por ejemplo, son prueba viva de nuestra vida en el territorio que siguen rapiñando hoy por sobre nuestra sangre derramada.

Otros pueblos hermanos ofrecen otros ejemplos. La ampliación de la frontera de la soja hacia el norte es, en realidad, un nuevo avance hacia el territorio wichi, qom, guaraní, cien años después del sometimiento armado de las campañas de Roca y Victorica al Chaco. Según cifras oficiales, el 10 por ciento de la producción nacional de azúcar –con su consiguiente aporte a la renta nacional por exportaciones– la realiza la empresa Tabacal Agroindustrial de la transnacional Seebord Corp. en territorio ancestral guaraní, que tanto dolor y muerte le produce a la comunidad La Loma.

No conocemos ningún economista de los tantos que han aportado a este debate “nacional” que haya analizado –menos cuantificado– el aporte forzado y forzoso, inconsulto, ilegal e ilegítimo de los pueblos originarios a la llamada renta nacional en la Argentina del Bicentenario.

Ni qué hablar de los autodenominados representantes “del campo”, que no consideran tales a las extensiones de tierra árida y semiárida en las que tenemos nuestras ovejas y chivas –para el consumo doméstico generalmente–, las que además son para los organismos internacionales y expertos medioambientales la causa de la degradación y desertificación de los suelos.

Tampoco aceptamos que se nos incorpore a este debate como “campesinos”, categoría que niega nuestro autorreconocimiento político e identitario como indígenas, aunque esa categoría pueda servirles a muchos políticos y economistas para colocarnos en su mundo ideológico, que no puede imaginar la vida de los pueblos por fuera de los esquemas de la producción capitalista. En nuestra cosmovisión somos uno con y en la naturaleza en wall mapu (territorio ancestral mapuche preexistente a la creación de los Estados de Argentina y Chile), arrinconados en pequeñas porciones que debemos defender de los “inversores” y de los gobiernos encaramados en los negociados de tierras, que llaman fiscales aun con nosotros viviendo dentro.

La defensa de nuestro territorio ancestral la hacemos y seguiremos haciendo desde esa cosmovisión, en la que no es posible escindir la vida del pueblo de la de los recursos naturales; mucho menos el suelo, el subsuelo, el espacio aéreo y sus respectivas rentas que ofenden y mansillan al wall mapu.

* El CAI es una organización de base del pueblo mapuche.


La violencia legítima

Marcos Novaro *

Después del intento de detener a De Angeli se puso en discusión otra cuestión más en la polémica sobre el conflicto agrario: ¿puede o debe reprimir el Gobierno los cortes de ruta? El domingo 15, en PáginaI12, Edgardo Mocca argumentó que si el Gobierno cedía, perdía su autoridad; si esperaba que el conflicto se agotara, corría riesgos altísimos en cuanto a no poder mantener el orden; por tanto, no le quedaba otra que ir a las rutas y despejarlas, reviendo la actitud de no usar la violencia legítima como último recurso.

¿Por qué no podría ceder? Este es el punto más flojo del argumento. Dice Mocca que “cuando los poderes fácticos (militares, industriales, agrarios o potencias extranjeras) logran torcer el rumbo de un gobierno, en aspectos materiales o simbólicos centrales, el destino de ese gobierno está sellado”. Compara la situación con la de Frondizi y Alfonsín ante los militares, y aclara que “estamos pensando en presidentes que... desafiaron al establishment”. Homologar las presiones militares con el paro del campo continúa la línea oficial en cuanto a que el campo es golpista y no sólo no tiene “razón”, sino que tampoco tiene “derecho” a hacer lo que hace. Para disimular lo absurdo de meter en la bolsa de los “poderes fácticos” cosas tan distintas se usan argumentos complementarios ad hoc, más insostenibles mientras más profundizamos en el asunto: podría preguntarse, ¿por qué no extender el argumento a la CGT, a FTV u otro “poder fáctico”? Ah, porque los que lo son y además son malos son los del “establishment”; pero ¿por qué no es parte de él Moyano y sí Buzzi?, porque Buzzi representa a una “nueva clase media alta” y Moyano es parte del pueblo; ah, claro, y así podríamos seguir.

Mocca presenta esta batalla entre poderes fácticos y democracia como algo en que todos nos jugamos la vida, y Kirchner nos está protegiendo del mal aunque no lo advirtamos: lo que aparece como su obstinación en “la defensa de sus decisiones cruciales” es “un activo de la democracia argentina”, sostener “la primacía del poder surgido de la soberanía popular sobre los poderes fácticos”. Su perspectiva así se generaliza, de un lado está la Constitución, encarnada por Kirchner, y del otro, poderes que tienen una legitimidad condicionada a que no dañen, no a terceros, sino la eficacia de aquél de lograr lo que se proponga. Claro como el agua. ¡Y yo que creía que la razón de Estado no podía ser a esta altura una carta de triunfo para limitar el derecho de protesta! Mocca resolvió el problema retrotrayendo el derecho público a los tiempos de Luis XVI, como Kant, nos dice “si quieren hablar hablen, pero después obedezcan, no pueden obstaculizar al poder”.

Desde esta perspectiva el poder político no crece y se vuelve más eficaz con el consenso, sino que se disuelve en ellos. Negociar, por tanto, es perder. Sigue Mocca: “La vuelta atrás comportaría el ocaso definitivo del gobierno de Cristina Kirchner. No sería el resultado de una deliberación libre de las instituciones democráticas, sino el puro efecto de una extorsión política”. Negociar es convencer: y para convencer yo puedo mostrar el garrote, en fin, puedo hasta cierto punto “extorsionar”; si al hacerlo violo la ley (como han hecho los ruralistas y, sobre todo, los transportistas) me pongo en una situación difícil para la negociación, porque la otra parte puede usarlo en mi contra, pero se tratará siempre de una negociación. Para Mocca no: no hay negociación posible, porque cualquiera sean sus términos implicaría ceder, y ceder sería “un ocaso definitivo”.

El autor continúa distinguiendo entre piquetes contra el orden constitucional y piquetes de desocupados, que “provocaron no pocas ‘molestias’ al transporte, pero no desafiaron el poder del Estado”. “Claro que existe el precedente de los asambleístas de Gualeguaychú... pero la referencia a un error anterior del Gobierno no puede justificar la indiferencia ante una situación... infinitamente más grave.” La amenaza a la democracia que se atribuye a los huelguistas no se carga a lo que ellos dicen, sino al éxito que han tenido en sostener su medida, y con el mismo pase de manos se reconoce un error menor del Gobierno para poder disimular y hacer pasar por virtud errores mucho mayores: es porque la huelga ha sido demasiado larga y eficaz, y no una simple “molestia”, que “desafía el poder del Estado” y hay que actuar en su defensa para que no se derrumbe. Se invierte así la carga de la prueba: el alcance de la medida no le da ningún crédito a los huelguistas, todo lo contrario, prueba que no tienen derecho a hacer lo que hacen, no hay que probar ya que quieren vaciar la autoridad constitucional, lo están haciendo en los hechos, al insistir y convencer a cada vez más sectores a que apoyen su reclamo y presionen al Gobierno. “¿Ignoran los dirigentes ruralistas este efecto de vaciamiento de autoridad política que tendría la satisfacción plena de sus demandas?”, se pregunta Mocca, y contesta negativamente (eso de “plena” no hacía falta y revela que el autor entiende demasiado bien que su argumento corre el riesgo de deshilacharse). De este modo, se disculpa al Gobierno: no es que se haya mostrado incapaz de resolver el problema y evitar males mayores, es que se enfrenta a enemigos muy poderosos que han dejado en claro qué es lo que querían desde un comienzo, como todo poder fáctico, volver impotente la Constitución. Mocca ha mostrado así que es más agudo que otros, pero ha llevado las cosas a un punto sin salida: ¿qué sucede si los ruralistas siguen teniendo éxito, si no se los convence de desistir, y no se los puede forzar? Llegamos así al núcleo del problema, la necesidad y la viabilidad de la represión en caso de continuar los cortes. Mocca plantea aquí su solución, una represión moderada pero extensa: “Si volver atrás no se puede y permitir el desabastecimiento es claudicar... Queda el camino de hacer cumplir la ley y la Constitución. Es decir, despejar las rutas y asegurar la libertad de circulación”. Desde la estricta legalidad, el Gobierno no sólo está en su derecho, sino en la obligación de hacerlo. Pero ¿es razonable la recomendación del autor? Parafraseando a Napoleón, lo suyo no es un crimen, pero sí un error muy serio. Más serio todavía después de lo sucedido en la Ruta 14: incluso una represión muy moderada y puntual puede generar una movilización incontenible de los sectores del campo y el transporte.

En otro artículo, Eduardo Rinesi –en este diario, el miércoles 18– se revela indignado por la eficacia con que los huelguistas volvieron en contra del Gobierno el intento de detención de De Angeli, que atribuye a lo tendenciosos y oportunistas que son los medios. La ristra de insultos que Rinesi dirige a sus adversarios y los del Gobierno (“forajidos” y cosas por el estilo) lo disculpa de buscar mayores explicaciones. Mocca por suerte no se da ese lujo, pero en los estrictos términos de su planteo no le quedan muchas salidas: si la represión agrava las cosas para la razón de Estado, ¿qué queda? ¿Generalizarla, obligar a los medios a dar otra versión de los hechos? Afortunadamente el Gobierno, que a veces lee demasiado atentamente estas columnas de opinión, en este caso parece no haberles prestado mayor atención, al menos por ahora.

* Sociólogo (UBA), investigador del Conicet.