Berta Quintremán asegura que no permitirá que la saquen de las tierras que pertenecieron a sus abuelos y padres. Ella encarna de manera más evidente ese rayado que se puede leer sobre un latón en las afueras de su casa: "Ni con todo el oro del mundo nos s |
LA
LUCHA DE LAS HERMANAS QUINTREMÁN
La guerra
de Ralco
Marcelo Simonetti
Texto: Marcelo Simonetti
Fotos: Jorge Sánchez
Berta Quintremán está enojada. Desde el otro lado de la barda que controla el paso a su casa, gesticula y arremete con las palabras, furiosa. El enojo que va soltando no tiene que ver con la represa Ralco. Un huinca entró el día anterior a su tierra como si le perteneciera y ha querido instalarse con mochila y carpa. La rabia todavía le dura. "Nadie llega y entra. Tiene que saludar primero. Yo le decía ayer al lamngen (hermano). Tiene que saludar: '¿Cómo está, ñañita?'. ¿Por qué tú pasa sin permiso? ¿Por qué? ¿No existimos nosotros? Váyase de acá. Váyase al tiro". Usa un pañuelo que le cubre la cabeza. Un vestido largo, de colores. Y un chaleco para evitar el frío matinal, que a las cinco, cuando ella se levanta, duele. Berta es pequeña, lleva dos círculos de colorete en las mejillas y una hoja de matico que se ha puesto para curar una herida. Parece una muñeca, más todavía con las trenzas que le cuelgan, largas. Pocos podrían descubrir, con sólo verla, que ella es la pesadilla de Endesa. Ella y su hermana Nicolasa, que vive al lado suyo, bajando la loma, las que han jurado y rejurado que sólo muertas van a salir de esas tierras.
¿Por qué voy a tener que irme de esta tierra si acá vivió mi abuelo, mi abuela, mi padre y madre? Los mapuches fuimos los primeros en llegar a esta tierra. Y eso es lo que me da más rabia. ¿Por qué un extranjero va a venir a decirme a mí dónde vivir? ¿Cómo vamos a escuchar la voz de nuestros antepasados si nos vamos de acá? se pregunta Berta.
Hay un cielo celeste intenso en Mullegüe, el lugar que las hermanas Quintremán habitan. También dos ríos, el Bío-Bío y el Lomín, que se unen cuesta abajo de sus campos. Nicolasa tiene 62 años y en las 3,1 hectáreas que le pertenecen, vive con su hijo Víctor, con cuatro perros, un gato, varios chanchos, gallinas y vacas. Berta suma 76 abriles, como dice ella, y en su campo, una pizca más grande que el de su hermana, vive sola. Su marido murió hace unos quince años y su hijo, de 20, está estudiando en Santa Bárbara.
Hace algunos días ellas firmaron un preacuerdo con Endesa que parecía ser la bandera de rendición de las hermanas Quintremán. El documento establecía que ellas permutarían sus terrenos por 200 millones de pesos, más 70 hectáreas en un sitio cercano al fundo El Barco, donde se ha ido buena parte de las familias que ya dieron el sí a la propuesta de Endesa. Por firmar el acuerdo, la empresa les entregó diez millones de pesos. La primera en firmar fue Nicolasa, el 3 de diciembre. Luego lo hizo Berta, el 28 del mismo mes.
Ese documento no significa nada. Firmé el Día de los Inocentes dice Berta, aún del otro lado de la barda, riendo. ¿Por qué ellos van a hacer daño a la tierra y no van a pagar nada? ¿Por qué Endesa puede quedar así? Lo que hicimos fue firmar para sacar algo del daño que nos hace. Si no, Endesa no da dinero. Firmamos, pero de acá no nos sacan.
Las hermanas Quintremán son tres. La mayor de todas, Luisa del Carmen, hace un año que vive en El Barco y desde entonces que Berta y Nicolasa no la ven. "Está muy lejos", protestan. Como ella y los suyos, otras 33 familias permutaron sus tierras para irse a El Barco y 34 más hicieron lo propio para emigrar a El Huachi.
Yo le dije tantas veces a cuñado que no haga tal de irse. Aquí crecieron y aquí tiene que quedarse. ¿Cómo va a dejar el lugar de nacimiento? Pero él no hace caso. Cuñado será pero tiene mala cabeza. Por unas chauchas y un poco de vino se manda a cambiar. Las únicas que quedamos aquí somos mujeres solas, sin hombres. Aquí tenemos una sola opinión. No dos. Capaz que si tuviera un hombre me habría mandado a cambiar dice Nicolasa, quien, en mapudungun, hace un repaso de las seis familias que van quedando en Ralco Lepoy. Ninguna de ellas ha dado el consentimiento para que la represa Ralco se concrete. Y en ninguna de ellas las mujeres comparten sus decisiones con sus maridos. Ellos ya no están. Se murieron o se fueron, o nunca existieron.
Berta Quintremán baja hasta la casa de su hermana Nicolasa llevando un palangana con queso fresco, pan que ella misma hizo al alba y el mate que rellena con hierba brasileña y hojas de bailahuén. Le gusta el mate dulce, "porque para amargores, la vida", dice. Nicolasa vive repartida entre la casa azul en donde duerme con su hijo y el rancho que ha levantado a pocos pasos de ahí. Allí es donde hace el fuego y cocina los platos con que se alimenta a diario. En eso reparte su mañana, en tomar mate, cocinar, regar la huerta, el invernadero, cortar leña. Estira su mano para saludar. Tiene la piel curtida, llena de surcos, y también esconde su larga trenza bajo un pañuelo de colores. Vuelve a entrar en el rancho y al poco rato sale con una tetera pequeña, ennegrecida por el humo, y su mate con hierba en la otra mano. La mesa está debajo de una ramada que ella ha hecho con hojas de radal y troncos de hualle. La sombra que da es un alivio a eso de las once de la mañana.
Nicolasa y Berta viven de una pensión que reciben, de la artesanía en lana que fabrica Berta, de algún animal que se vende cuando la escasez de dinero lo amerita. La tierra les da casi todo lo necesario para comer. Hace cuatro años se les ocurrió ofrecer una zona de camping. Cobraban cinco mil pesos por el derecho de carpa y no les iba mal. El invierno pasado los animales destrozaron las rústicas instalaciones y nadie ha llegado a visitarlos en esta temporada. El hijo de Nicolasa tiene una moto enduro para desplazarse y también un vehículo, un Renault de 1980, que acaba de chocar. Se surten con agua de vertiente y desde hace algunos años cuentan con un panel solar que funciona con una batería de automóvil y que les sirve para tener luz. La radio, en la que escuchan la Bío-Bío y la Chilena, opera con pilas. Otros dos aparatos se fundieron al querer conectarlos con la energía del panel solar.
La seriedad parece consumir a Nicolasa. Mezquina sonrisas y es parca de palabras. No le gusta hablar en español y cada tanto conversa en mapudungun con su hermana y su hijo, sin importarle que nosotros no entendamos nada. Es más racional. Más dura.
Eduardo Frei no nos vio ni las narices. Nosotros tampoco, pero igual tenía su nariz grande. Él fue quien dijo que la construcción de la represa siguiera. El de ahora (Lagos) nos abrió La Moneda, pero lo único que ha hecho ha sido escuchar. Escuchar y nada más. Y eso no sirve. Si él fuera un buen presidente le diría a los de la Endesa que no trabajen más porque esa tierra no les pertenece. Han hecho pedazos nuestros cementerios. Han dañado la tierra. Han engañado a nuestra gente. En algún momento ellos también tendrán que dolerse dice Nicolasa.
Berta necesita ir a Chenqueco. La llevamos y antes de subir al auto se sacude los zapatos para no ensuciar. Tiene que pasar a poner en regla unos documentos. El lugar está a unos diez minutos en auto y tiene una posta a la que acudir en caso de una emergencia. Berta y Nicolasa siempre se han tratado con hierbas, aunque ya en la zona no quedan machis. No hay machis ni caciques, ni mapuches. De alguna manera, ellas son la reserva de la tradición. Lo que va quedando en pie de la cultura pehuenche.
En Chenqueco, entramos a un almacén de abarrotes que vende alcohol en forma clandestina. Una caja de un litro de vino Tocornal, que en cualquier supermercado costaría 700 pesos, acá cuesta 1.500. Pulco, le dicen. El vino es comercializado por huincas. Berta dice que los hombres mapuches se han vendido por una copa.
Eso es lo que me da rabia, por la rechucha dice, en una explosión de ira. Nuestros antepasados dejaron este mundo, mapuñuke mapuchaw (madre tierra-padre tierra). Se vienen los nietos, algunos cabeza mala, otros cabeza buena, menos mal que yo salí cabeza regular. Por eso estoy hablando aquí, con la razón y la fuerza de mi abuelo. Otros se olvidan de antepasados por un vaso de vino. Yo no olvido nada. Qué voy a olvidar. Yo voy a vivir para siempre aquí.
A pesar del pañuelo en la cabeza, ninguna de las hermanas Quintremán se viste con la ropa mapuche tradicional, salvo para los nguillatunes. "Yo puedo cambiar ropa mapuche, pero no las ideas", dice Berta. Pero no está claro si ahora podrán hacer nguillatunes. La vida en comunidad se ha perdido. "Mi padre criaba ovejas y otros animales. Nosotros crecimos ayudándonos unos a otros. En la cosecha, en el cuidado de los animales. Pero ahora la gente se ha ido. Estamos solas. Quedan nuestros padres y nuestras madres en el cementerio. Pero ya hubo algunos cementerios, a orillas de río, que la Endesa destruyó", aclara Nicolasa.
La mesa está dispuesta con ají verde, pan y el vino que acaba de llegar. Nicolasa trae los platos que contienen una sopa humeante, hecha a base de papa, arroz, cilantro y pequeños trozos de carne. Hay ensaladas de lechuga. También de tomate con cebolla, que Nicolasa ha sacado de la huerta. No parece momento para preguntas. Berta ordena: "Come y calla. Preguntas después. Cuando yo como, no hablo. No miro a nadie. Sólo el plato". Tampoco para fotografías: "No tome fotos así, de repente. La foto roba el alma. El espíritu". Inútil es explicarle que una cámara fotográfica no puede arrancarle el alma a una persona, que es un objeto inanimado. "¡¿Usted me va a venir a decir lo que pasa con mi espíritu?!". Comemos y callamos. Parece lo mejor.
El almuerzo no termina bien. Y no es por culpa del vino. Berta quiere tomarse la foto en su casa. No quiere posar junto a su hermana. Algo se dicen en mapudungun y Berta se retira caminando enfurruñada cerro arriba. "La Berta me desprecia porque yo soy la menor. Cree que puede hacer conmigo lo que quiera, pero ella no me crió a mí, fue mi madre", remata Nicolasa.
Hasta hace algún tiempo las casas de las Quintremán recibían visitas frecuentes de los grupos de acción por el Alto Bío-Bío. Hoy, son muy pocos los que se animan a llegar tan lejos para acompañarlas en su lucha. Las han dejado solas. Pero están acostumbradas. "Lo único que tenemos para pelear es nuestra tierra. Ellos (Endesa) tienen todo el dinero. Pero no importa. Ellos no entienden que nosotros no queremos casa nueva, cama nueva. No queremos lujos. Queremos estos árboles, este río, este cielo. No entienden", dice Nicolasa.
La batería del panel solar se les ha echado a perder. El gas de la cocina también se les ha acabado. Hay que bajar hasta Santa Bárbara. Son cien kilómetros que cubrimos en el auto que arrendamos. Víctor trata de convencer a su tía de que se tome la foto junto a su madre. Es una tarea compleja, porque Berta es terca, sentimental. Al final accede, pero las caras son largas y el diálogo escasea. Berta se baja a mitad de camino para visitar a una sobrina. Y los que quedamos seguimos rumbo a Santa Bárbara. Nicolasa Quintremán es reconocida en el pueblo. La gente la mira y eso a ella la incomoda. Prefiere pasar inadvertida. No le gusta estar ahí. Quiere volver rápido a su tierra. A Víctor, en cambio, no le disgusta la fama de su madre. "Cómo me va a molestar. Estoy orgulloso de ella".
De regreso a Mullegüe, Víctor decide pasar a comprar salmones. Hay un mapuche que se ha convertido en piscicultor. Tiene más de cien salmones con el color del arco- íris que nadan dentro de una cámara de tierra que se alimenta de agua de vertiente y que no tiene más de tres metros de largo por uno de ancho. Saca los peces con un cazamariposas. "¿Le gusta este?". Víctor elige dos. Les azota la cabeza contra una piedra. Los pesa en una balanza de mano. Dos kilos. Y se los lleva luego de pagar cinco mil pesos.
De regreso, le preguntamos a Nicolasa por lo del preacuerdo con Endesa. Qué le había parecido la propuesta.
A mí me interesaría mucho más. Más plata. Ellos ya hablaron. Pero nunca dijeron lo que queríamos nosotros.
¿Y qué querían ustedes?
"Nosotros queríamos 75 hectáreas, no 70. En vez de 200 millones, 600. Ellos dejaron el precio. ¿Por qué? Es el dueño de la tierra el que fija precio. No ellos".
¿Eso significa que ustedes se irían?
"Para permutar uno tiene que firmar muchos papeles. Uno solo no vale nada".
Y luego calla. La seriedad vuelve a consumirla.
Berta ni siquiera habla de eso. "Había que hacerle una embarrada a la Endesa. Se la hicimos", justifica. Nunca ha pensado en salir de esa tierra. Y va a morirse ahí, "porque esa es mi misión. No voy a permitir que unos españoles nos corran. ¿Qué dirían ellos si nosotros vamos a la España y ponemos una represa donde vive su gente?", protesta. Ella encarna, a todas luces, el refrán pintado en un latón a la entrada de su casa: "Ni con todo el oro del mundo nos sacarán".
Es difícil imaginarlas a ellas
con 600 millones. Ni siquiera se podría afirmar que comprendan lo
que son 600 millones. O la diferencia que hay entre esa suma y los 200
que Endesa les ofreció. Qué sentido tiene cambiar la forma
de vida cuando están en los últimos años de sus existencias.
Qué podrían comprar con ese dinero. ¿Dónde
comprar ese río que pasa afuera de sus casas, los bosques que los
rodean, ese cielo? ¿O un lugar donde se escuche mejor la voz de
sus antepasados? Para ellas, no hay otro lugar más que el que habitan.
O al menos, eso es lo que parece.