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  Domingo 14 de enero de 2001

ANALISIS
El siglo XXI no llegó para los indígenas

Por SIBILA CAMPS. De la Redacción de Clarín.
 
 
Agonía de un idioma rico

Los 850.000 indígenas de la Argentina que se asumen como tales, llegaron al siglo XXI preguntándose por qué es tan despiadado el costo de seguir siendo indígenas. A la mayoría de ellos, ni siquiera se les dejó la falsa opción de abandonar sus comunidades y diluirse en una villa de emergencia.

A excepción del idioma, las artesanías y la organización comunitaria, el rasgo que más resalta al recorrer las comunidades es la apabullante suma de carencias. Con ellos no sólo se cumplen escasamente las leyes específicas, las Constituciones Nacional y provinciales, las convenciones internacionales. Se les niegan los derechos más elementales: a quedarse en el lugar que ocupan desde siempre, a no ser invadidos ni contaminados, a tener vivienda digna, a alimentarse y tomar agua potable, a estar sanos, a estudiar, a trabajar.

Sus pedidos a los organismos públicos de asuntos indígenas para mejorar su calidad de vida son ínfimos: batería para la radio, semillas para sus huertas, una rastra para el tractor (los pocos que lo tienen), un pozo de agua, paneles solares y heladera para conservar suero antiofídico.

Conseguirlos se vuelve para ellos una inhumana carrera de obstáculos. El Estado —que de por sí destina presupuestos irrisorios a las minorías sin poder— les demanda un calvario burocrático, propio de funcionarios que nunca salieron de su ciudad. "Los caciques y los presidentes de las asociaciones comunitarias no saben presentar los proyectos", se quejan.

Se les exige un conocimiento específico a personas que no siempre saben leer, escrito a máquina en lugares donde a menudo ni siquiera hay muebles. Por ejemplo, presentar fotocopia del DNI les significa caminar o pedalear decenas de kilómetros, esperar un colectivo de horario incierto, tener el dinero para el pasaje y para el documento; y, si en ese pueblo no hay fotocopiadora, triplicar costos y distancias.

No reclaman sueldos. Sólo piden los recursos mínimos para poder ganarse la vida y progresar. Y hacerlo sin verse forzados a traicionar su filosofía y su escala de valores. Tienen un objetivo: están convencidos de que, junto con el reconocimiento de la propiedad de sus tierras, la educación es el único camino para vivir mejor. Y ponen en la capacitación y en los estudios una fuerza de voluntad admirable.

Pero para los indígenas, el acceso a la educación está taponado por situaciones y mecanismos perversos. Muchos chicos deben caminar kilómetros con temperaturas bajo cero, o descalzos bajo un sol implacable. Y en los hechos, el auxiliar docente bilingüe prácticamente no existe.

Si logran concluir 7°, casi siempre será a costa de olvidar su idioma. Y con él, las posibilidades de comunicarse con sus abuelos y conocer su historia, sus mitos y leyendas (su religión, casi todos la perdieron hace tiempo). Para ellos tampoco tendrá sentido aprender a hacer los canastos, los tejidos, la vajilla de madera, las vasijas de cerámica en los que se condensa parte de su cultura: para uso propio, dan demasiado trabajo; como artesanías, no hallan a quién vendérselos o se los pagan mal.

Para los pocos que completan la primaria, la secundaria les resulta casi inaccesible. Si no hay escuela albergue, no tendrán cómo pagar alojamiento, comida, útiles y hasta uniforme, como se exige en Formosa. ¿Cuáles son los máximos sueños de los adolescentes que se permiten soñar? Ser maestros, para enseñar a sus hermanos en su propio idioma. Médicos, para atender sus graves problemas de salud. Abogados, para luchar por el cumplimiento de sus derechos. Pero el terciario y la universidad ya son utopías.

Poco hacen por ellos los organismos públicos específicos. Con una dotación de 30 personas, sin delegaciones, sin autonomía y un presupuesto de sólo 4 millones de pesos, en el 2000 el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas apenas llegó a ejecutar el 60 por ciento. No hacen mejor papel sus pares provinciales, con fondos escasos y teñidos por la politiquería.

Evitar que los indígenas terminen de desaparecer de la Argentina, ya sea por enfermedades, por disolución de su identidad o por asimilación con la pobreza de las periferias urbanas, no es sólo un deber de funcionarios y legisladores, que juraron por una Constitución que no cumplen o hacen cumplir, sino también de todos los argentinos. Si no, además de permitir una injusticia sin retorno, nos habremos privado de la oportunidad de compartir y disfrutar de su cultura, y de aprender de su armónica relación con la naturaleza.


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