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Editorial
Martes 12 de febrero de 2008
Por Joaquín Fernandois
Dos expresiones claves se esgrimen en torno al tema mapuche en Chile: "reconocimiento" y "deuda
histórica". Tal como se emplean, esconden graves falacias.
La primera, en vez de significar la toma de conciencia de que existe una realidad
mapuche, ha llegado a ser la expresión de una jerga política, una
forma de identificación pública que poco tiene que ver con una
realidad ancestral. Cultivar un pasado cultural que se "reconoce" trae consigo
una actitud de reverencia, dedicación de culto, entre rigor y espontaneidad.
Poco de eso se ve en este combate por el "reconocimiento", que nada posee de
lo espontáneo, de lo natural. Surge el tema en Chile como parte de un
proceso planetario de las últimas décadas, aunque adquiere más
fuerza y aceptación pública con el fin de la Guerra Fría.
Es un rasgo universal, que sólo por rebote tiene que ver con lo sucedido
en la historia de Chile. Sobre el vago fondo de una cultura arcaica y digna en
sí misma, la razón ideológica construye una armazón
para rebelarse un poco "porque sí".
Sucede en muchas partes del mundo. Sus líderes tienen mucho de "indios
de Hollywood", y no pocos de ellos han escogido ser este tipo de indígena,
como una forma de ser y de adquirir poder. Con argumentos seudocientíficos,
se intenta mostrar una cultura que los demás no comprenderían. ¿Y
por qué la comprenden ellos? Vemos, más bien, que es en la interacción
donde surge la verdadera identidad de las sociedades humanas.
La segunda falacia que se esconde tras el "reconocimiento" es la de la "deuda
histórica": se estaría reparando una injusticia cometida en la
historia, se supone en un tiempo pasado. En este como en otros casos, es la mejor
manera de mantener avivadas las llamas de un conflicto. Los seres humanos, dada
nuestra condición temporal, sólo podemos afrontar los desafíos
del presente. Si hacemos un "ajuste de cuentas" en torno a un (generalmente remoto)
pasado, inventamos una utopía, como la marxista o la nazi, que desencadenaron
las mayores desgracias del siglo XX. Ni la salvación del "proletariado" estaba
en los sistemas marxistas, ni Alemania estaba tan mal ni mucho menos después
de la Primera Guerra Mundial como para entregarse en brazos del nazismo.
Un caso típico de combate por la "deuda histórica" es la guerra
de 100 años entre árabes y judíos (después de 1948,
israelíes). Mientras sigan sosteniendo que la tierra es sólo de
ellos, tienen garantizada una guerra eterna de resultado imprevisible, con gloria
para algunos líderes y azote de hombres y mujeres comunes y corrientes.
Si se llevara esta locura histórica a un extremo lógico, ni judíos
ni árabes son habitantes originales de lo que hoy es Israel y Palestina.
Casi nadie lo es de ninguna parte.
¿Qué queremos para nuestro Chile? La minoría indígena
es a estas alturas escasísima en número. Si algunas políticas
sociales y económicas especiales para ella tienen éxito, ¡bienvenidas!
Pero, en el mundo moderno, repartir tierras no resuelve nada. Seguir la recomendación
de mantenerlos aislados para conservar su cultura es como transformarlos en un
zoológico. En cambio, esfuerzos de educación, desarrollo social,
que todos asumamos la belleza de los rasgos indígenas (aquí Hollywood
ayuda); que se enseñe más su lengua (y más el buen castellano
y el inglés), y que nos asumamos de corazón como país criollo-mestizo.
Para esto es indispensable que surjan líderes de raigambre mapuche, provistos
de coraje y con visión integradora. En cambio, quienes insisten en esa
abstracción de la identidad como un absoluto se solazan en el conflicto.