Proyecto de Documentación Ñuke Mapu
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Punto Final
9 de octubre de 1998
Editorial

CHILE MESTIZO
 

 

Cada 12 de octubre las clases dominantes celebran el "Día de la Raza", ignominiosa denominación del día que marca el inicio de la conquista de un continente. Tras esta fecha subyacen el racismo y la violencia intrínseca de europeos y criollos. La cruenta conquista de este continente costó la vida a 60 millones de indígenas. Se desangraron las naciones originarias en medio del esperma colonial, de una religión extraña que les obligaba a adorar un Dios de la salvación eterna en el cielo y de masacres terrenales y, por supuesto, del racismo de los que continuaron la labor del conquistador, oprimiendo o aniquilando sin piedad a los Aónikenk, Kaweshkar, Yamana, Aymara, Mapuche, Rapa Nui y Selknam. Más importante para los ricos que respetar y preservar culturas originarias era acumular más riquezas. Por eso, a fines del siglo pasado resolvieron incorporar el fértil territorio mapuche a su proyecto de acumulación agraria. Más al sur, en la Patagonia y Tierra del Fuego, permitieron la caza inhumana de indígenas, pagando por oreja cortada. En Isla de Pascua, anexada en 1888, las ovejas pasaron a ser más importantes que los habitantes vernáculos y se mantenía a los Rapa Nui en espacios cercados para que las ovejas pastaran sin problemas.

En el norte, producto de la guerra del Pacífico, se anexaron pueblos precordilleranos y altiplánicos para implementar un proceso de chilenización forzada del pueblo Aymara. En suma, una historia de despojo y humillación, de aniquilamiento físico y cultural, de abierto racismo. Una historia de vergüenza pero al mismo tiempo de lucha y resistencia, plena de heroísmo y entrega desinteresada. Han sido millares los caídos en esta lucha desigual. Muchos los sometidos y esclavizados, demasiados los niños separados de sus padres, inconmensurables las violaciones de mujeres, millones las hectáreas de tierra arrebatadas por el huinca que hoy, a través de las empresas forestales o hidroeléctricas, arrasa con territorio mapuche; que ha forzado la emigración masiva del Aymara hacia los centros urbanos, dejando en los poblados andinos tan sólo ancianos y niños; y que ha obligado al pueblo Rapa Nui a vivir en el 7% de su territorio original.

Los chilenos nunca hemos querido aceptar nuestra herencia indígena, la sangre mapuche que corre por nuestras venas de pueblo mestizo. Jamás hemos querido aceptar que no somos europeos ni blancos, ni los "ingleses de América del Sur", mito propalado de generación en generación por la cultura dominante. Nunca hemos querido admitir que el indígena estuvo mucho antes que nosotros en este territorio y que pervive a pesar de todos los esfuerzos por destruirle. Los pueblos originarios comparten una historia, valores, lengua y tradiciones comunes. Son depositarios y generadores de una cultura colectiva en un territorio determinado, construyendo identidad y conciencia de un pasado, presente y futuro comunes. Los pueblos que habitaron originalmente este territorio que denominamos Chile, poseen derechos inalienables. El derecho a la tierra, a un territorio propio en su calidad de nación y a decidir de manera independiente el tipo de organización política que convenga a su propio destino.

En este sentido, el proyecto de Ley Indígena, elaborado por una comisión de chilenos y representantes de los principales pueblos indígenas, recogía el concepto de pueblo originario. Sin embargo tal proyecto fue modificado sustancialmente durante el debate en el Congreso. Por eso, en la ley finalmente aprobada en octubre de 1993, si bien se reconoce al indígena como "descendiente de las agrupaciones humanas que existen en el territorio nacional desde tiempos precolombinos", se le califica tan sólo como una etnia más. Es decir, al no admitirse su calidad y condición de pueblo originario y nación, se le niega el derecho a vivir y desarrollarse en un espacio territorial propio. Los indígenas en Chile continúan siendo ciudadanos chilenos, aunque ahora se les reconozcan diferencias culturales con la nación chilena. Poco ha cambiado su situación en cinco siglos de conquista y dominación.

Según el último censo realizado en 1992, la población mapuche asciende a 928 mil personas. Si a esta cifra se adiciona el sector etáreo menor de 14 años, que no fue contabilizado, la cifra real aumenta a alrededor de 1.3 millones de personas. Si a esto se suman 48 mil Aymara y 22 mil Rapa Nui, la población indígena constituye el 10% de la población del país. Cifra muy inferior a países como Bolivia, Perú o Guatemala, pero que aún continúa siendo sustantiva. Le guste o no a las clases dominantes y a muchos chilenos que por ignorancia, educación racista u opción, pretenden negar nuestras raíces, la presencia de los pueblos originarios es más relevante de lo que se quiere admitir. Tal vez por ello, en un vano intento por desvirtuar la realidad, ni a los Quechua, Collas o al pueblo Atacameño del norte de Chile, se les incluyó en el censo. Los Atacameños, arrinconados en el desierto, intentan rescatar su lengua, el kunsa, del mismo modo que los Pehuenche del Alto Bío-Bío tratan de mantener su identidad en medio de una desigual lucha contra ENDESA. La empresa energética más poderosa del país intenta construir una represa que inundará sus tierras ancestrales, incluyendo sus cementerios. En estos días han sufrido violencia policial alrededor de 30 Pehuenche, detenidos en el puente Ñireco y en la CONADI en Temuco. Las comunidades mapuche Antonio Ñiripil del sector de Temulemu, y Lorenzo Norin del sector de Didaico en la comuna de Traiguén, acaban de recuperar 66 hectáreas de tierras usurpadas por la Forestal Mininco. También en Cuyinco luchan por sus derechos en contra de la prepotencia de la Forestal Bosques Arauco, cuyos guardias armados no vacilaron en secuestrar y torturar hace poco a un niño de quince años.

Todos ellos luchan, además, por subsistir en el marco de un modelo económico de mercado que carece de sentido social. En Chile todo se compra y se vende, pues la dictadura lo convirtió en un gran bazar, donde priman los intereses económicos por sobre los derechos humanos. Chile es en la actualidad una gigantesca empresa transnacional manejada por un puñado de ricos apoyados por el gobierno. El resto de la población se debate entre la pobreza absoluta y la pobreza a plazos. Una parte significativa de chilenos se halla endeudada hasta en tres veces sus ingresos para solventar un modo de vida demencialmente consumista. Al mercado sólo le interesa que la gente consuma y ha implementado mecanismos destinados a facilitar los sistemas de crédito. Todos piden prestado, todos gastan, todos se endeudan, todos pierden, menos las empresas financieras y las megatiendas que se benefician de las abultadas tasas de interés. Al mercado sólo le interesa el que consume y, por tanto, poco cuidado le merecen los pueblos originarios que exhiben un escaso poder adquisitivo. Producto del prolongado y sistemático despojo de sus tierras, la mayoría de la población indígena, tanto en la ciudad como en el campo, se debate en la pobreza, implementando desde hace mucho estrategias de subsistencia, no sólo para adecuarse al medio geográfico, sino fundamentalmente para enfrentar los afanes expansionistas del huinca.

Chile no ha querido comprender la importancia vital de la tierra para los pueblos originarios, no ha entendido que el cercenamiento del ancestral vínculo del indígena con la tierra constituye la muerte de parte importante de su ser. No sólo le han robado un espacio físico, sino también uno espiritual. Por lo tanto la deuda histórica del Estado chileno dice relación no sólo con la legítima restitución de porciones de tierra, sino con la restauración del alma indígena.

Las tomas de tierras iniciadas por el movimiento mapuche, buscan la recuperación del territorio que les pertenece históricamente y, simultáneamente, recuperar parte de su identidad perdida. En cada roca, en cada árbol, en cada nube y en cualquier montaña es posible encontrar un trozo de historia, un modo de vida antiguo pero vigente: el modo indígena, comunitario y solidario, ni depredador del entorno ni arrogante; respetuoso de la naturaleza y del hombre, porque son uno solo y al mismo tiempo distintos.

Apoyar el movimiento de recuperación de tierras y la resistencia a las represas de ENDESA significa solidarizar con una cultura milenaria que merece no sólo subsistir, sino vivir y desarrollarse en un espacio libre de injerencias externas. Tanto los Mapuche como los otros pueblos originarios que habitan este país, tienen derecho a vivir en paz y decidir en forma soberana e independiente su destino como nación. No es posible que encontrándonos en el umbral del siglo XXI, a 506 años del Descubricidio de América, se siga actuando de manera indolente ante la suerte de más de un millón de seres humanos, mujeres, hombres y niños que hablan otras lenguas, conservan tradiciones culturales singulares, y comparten una cosmovisión también distinta a la cristiana.

En el artículo 7º de la Ley Indígena se "reconoce el derecho de los indígenas a mantener y desarrollar sus propias manifestaciones culturales, en todo lo que no se oponga a la moral, a las buenas costumbres y al orden público". Huelga decir de que es el Estado chileno el que se arroga el derecho a determinar los parámetros, normas y valores que califican tales conductas. Además, se señala que el Estado tiene el deber de promover las culturas indígenas, pues forman parte de la "nación chilena". Es decir, de manera condescendiente, etnocéntrica y racista, a los pueblos originarios se les asimila a la nación chilena, negándoseles su derecho histórico a ser libres y soberanos.

En Chile no se respetan los derechos humanos pero los indígenas son humanos sin derechos. Por ello, y por más de cinco siglos de opresión, en este 12 de octubre no hay nada que celebrar, tan sólo sellar un compromiso de acción con todos los caídos en la lucha por los derechos indígenas

PF