Viaje a la Araucanía
profunda:
Entre el
celular y el cultrún
Ximena Torres Cautivo
Revista El Sábado, El Mercurio
Sábado 27 de marzo de 1999
Dar
con la casa de los hoy famosos hermanos Reimán Alfonso y Galvarino,
loncos de Lumaco no es fácil. Después de abrir varias trancas,
subir lomas, cruzar un puente imposible, atravesar la cancha de palín
y toparse con el rehue de esta pequeña comunidad llamada Collinque,
finalmente llegamos a una modestísima vivienda de barro con techo
de tejas.
En ella se criaron los ocho hijos de
la familia Reimán Huilcamán, cinco de los cuales terminaron
cuarto medio, lo que aquí, en el mundo rural mapuche, es realmente
un logro. Incluso, Aída, la menor, está siguiendo la carrera
de asistente jurídico en un instituto profesional de Temuco.
Pero los dos que han hecho noticia
por su vinculación con el movimiento que busca recuperar las tierras
usurpadas por los huincas; los que más de una vez han estado en
conflicto con la autoridad, detenidos y procesados por la justicia; los
que han declarado que no van a ceder en sus aspiraciones, no se encuentran
en casa.
Esta mañana sólo están
el padre, Guillermo; Eugenia, la madre, hermana del cosmopolita Aucán
Huilcamán, máximo dirigente del Consejo de Todas las Tierras;
Eva, una de las hijas, y un nieto. También están el Compañero
y el Comandante.
El Comandante es especialmente amistoso.
Nos lame las manos, mueve la cola, se trepa por nuestras piernas.
¿Alarde de humor mapuche? ¿Un
dato relevante para los servicios de inteligencia? ¿Pura casualidad?
¿Por qué bautizaste así
a tus perros? le preguntamos después a Alfonso en su oficina de
Lumaco.
Y, aunque se sorprende y luego ríe
con ganas, asegura que oímos mal. Que no tiene ningún perro
que se llame Comandante; sí, uno de nombre Compañero, porque
eso es: un buen amigo, un guardián fiel, y que el asunto no tiene
ninguna connotación política. Porque de política y
políticos están hasta la tusa. Lo mismo, de las malas interpretaciones
que hace la prensa. Que es efectivo que en uno de los enfrentamientos entre
indígenas y carabineros, ellos como en broma, como una provocación
a la autoridad, se trataban de comandantes delante de los poli-cías,
porque muchos han hecho el servicio y conocen la jerga militar. Y que de
ahí los periodistas agarraron el término, pero que el movimiento
ni está infiltrado, ni mucho menos tiene un comandante. Que culturalmente
el pueblo mapuche posee una organización de tipo horizontal, lo
que impide la verticalidad en el mando. Que todo nace de una acción
conjunta entre los loncos o cabezas de cada comunidad. Y que la recientemente
formada Coordinadora de Comunidades en Conflicto Arauco-Malleco es una
demostración concreta de esa manera de actuar.
Todo eso dice, con su hablar sereno
e inteligente, este hombre de 32 años, que no tiene estudios superiores
y que, desde los 14, cuando acompañaba a su padre a las reuniones
comunitarias, ya metía la cuchara en los temas de los grandes. Y
la gente lo escuchaba, lo que no es raro: uno de los atributos que más
valoran los mapuches es la capacidad de expresión, y el lonco Alfonso
Reimán la posee.
Pedro Cayuqueo, 24 años, estudiante
de Derecho de la Universidad Católica de Temuco, secretario de la
Coordinadora de Comunidades en Conflicto, también es un gran orador.
Buenmozo, joven, apasionado. Por look, de más podría ser
el comandante Marcos que los periodistas andamos buscando con tanto afán.
Pero tiene una diferencia sustantiva con Alfonso Reimán: la edad
y el paso por la universidad, que vuelve mucho más combativo su
discurso. Cuestión de escuchar su respuesta frente a temas como
la existencia del publicitado comandante o de infiltrados:
Para los dirigentes de las comunidades
en conflicto, la vinculación con grupos de izquierda resulta una
falta de respeto, un signo más del racismo y la discriminación
del huinca, que no concibe que los mapuches seamos capaces de organizarnos
y pelear por nosotros mismos. Nosotros hemos demostrado que el mapuche
pega fuerte y que el huinca entiende a palos afirma.
Y lo encendido de sus argumentos confirma
lo que sostienen quienes conocen de cerca el conflicto.
Existe un movimiento joven, generado
en las universidades, muy fundamentalista en sus reivindicaciones. Los
jóvenes intelectuales mapuches, sin duda, están en pie de
guerra nos dice una autoridad regional, muy ligada al tema, que pide hablar
desde el anonimato, lo mismo que un alto representante eclesiástico.
Este último afirma:
Tras cursar una precaria enseñanza
básica en una escuela unidocente y seguir estudios medios con un
esfuerzo titánico, tanto en lo económico como en lo que significa
dejar su casa, su comunidad, e insertarse en un medio que lo rechaza, es
comprensible que el primer despertar de conciencia de un joven mapuche
sea de rebeldía. En la universidad, se produce esa reacción
donde se mezclan el orgullo de haber llegado con el resentimiento de lo
difícil que fue. Y es complicado cuando se confunde conciencia con
resentimiento. De ese error suelen surgir malos líderes, gente que
puede provocar mucho daño.
Matar a la abuelita
La
diferencia generacional no es un elemento menor para adentrarse en la realidad
de la Araucanía profunda. Hoy todos los mapuches, de sur a norte
y de puelche a travesía, como nos dijo un anciano, responden como
un solo hombre cuando se trata de justificar la legitimidad de su movimiento.
Todos comparten el mismo anhelo: recuperar la tierra que sienten les pertenece.
El punto es de qué manera y
para hacer qué con ella.
Los miembros de la directiva del Hogar
y Centro de Desarrollo Sociocutural Mapuche de Temuco son pioneros en esto
de recobrar lo que consideran propio. La historia oficial señala
que esta residencia universitaria es producto de una toma, dirigida por
estudiantes indígenas de origen rural que no tenían dónde
vivir. Pero ellos dan otra versión de los hechos. Dice Wladimir
Painepal, 28 años, estudiante de antropología en la Universidad
Católica de Temuco:
En 1996, la Conadi (Corporación
Nacional de Desarrollo Indígena) declaró que se le había
acabado la plata para el hogar universitario creado en 1992. Ya entonces
la situación era insostenible: vivíamos treinta personas
en lugares donde mal cabían quince, con apenas un baño
para todos, y la demanda seguía creciendo. Por eso, en 1997, cuando
nos enteramos de que Indap tenía un lugar abandonado, que sería
entregado al Servicio Nacional de Menores, decidimos ocuparlo, no tomarlo.
Porque nadie se toma lo que le pertenece; nosotros simplemente recuperamos
un local que había sido inaugurado en 1972 por Salvador Allende
como centro de capacitación mapuche.
Diecisiete días duró
la toma o como quiera llamársele, y el gobierno se comprometió,
aseguran, a construir en el plazo de dos años un hogar para 120
estudiantes. Hecho esto, Indap recuperaría el disputado local.
Obviamente, todo quedó en promesa
y dado lo delicada que está la situación hoy, dudamos que
recuerden que está por vencer el plazo de entrega de este lugar
y pretendan quitárnoslo comenta Wladimir, quien fue uno de los más
activos participantes de la recuperación.
Aunque reciben financiamiento de la
Conadi, son ellos mismos quienes lo administran y seleccionan a quienes
lo habitan. Actualmente viven en él cerca de noventa estudiantes,
y no hay que ser muy observador para darse cuenta de que no es el más
acogedor de los hogares. Pero ellos tienen otros reparos:
Este es el hogar universitario más
grande de la región. Hay espacio, pero no está pensado para
nosotros. Es una construcción huinca que no toma en cuenta aspectos
como la manera en que nosotros nos comunicamos. Las salas de reuniones,
por ejemplo, debe-rían ser circulares, porque otra disposición
espacial atenta contra lo que culturalmente somos y se contradice con nuestra
mentalidad.
¿No creen que se están
poniendo demasiado exquisitos? ¿Que lo fundamental es tener un techo,
comida y un espacio para poder estudiar y terminar sus carreras? preguntamos,
desconcertados con tanta demanda arquitectónica.
Es cierto responden, aterrizando. Pero
no es la primera ni será la última vez que se vuelan con
su utopía. Con alguna de ellas, porque tienen muchas.
Pedro Pichincura, 23 años, estudia
la carrera que concentra mayor número de alumnos indígenas:
Pedagogía Básica Intercultural. Creada e impartida por la
Universidad Católica de Temuco, busca formar profesores bilingües,
capaces de enseñar en castellano y mapudungun o lengua mapuche,
destreza que pocos huincas se muestran interesados en desarrollar. Pedro,
además, pertenece a la comunidad de Didaico, una de las tres que
se han enfrentado a la forestal Mininco en la zona de Traiguén.
Quizás por eso sus compañeros le dan la palabra a la hora
de marcar posiciones en relación con el tema.
En Didaico, no hay leña, ni
trabajo. A mí me decían que debía dejar el campo,
que no me quedara picaneando bueyes ni bajo la ceniza. Que emigrara a la
ciudad. Y yo lo hice, y entré a estudiar una carrera que no es más
que una manera camuflada de someter al indígena desde niño
a la cultura occidental. Se dice que la educación es la única
salida para la pobreza, pero en Chile sabemos que es pésima y que
la de calidad es sólo para los huincas que pueden pagarla. Cuando
yo era chico, a la escuela de Didaico mandaban a los profesores más
chichones. A unos compadres que te mandaban a comprar chicha en vez de
enseñarte a leer. Hoy, todos nos hemos dado cuenta de que el esquema
occidental, chileno-yanqui, no es para nosotros. Que el sistema de libre
mercado no trae progreso, sino depredación, y que nosotros debemos
recuperar nuestra tierra y, con ella, nuestra visión de mundo.
Aída Reimán, hermana
de los loncos de Lumaco, también quiere opinar:
Escuchar la solución que daba
Felipe Lamarca (presidente de la Sociedad de Fomento Fabril, Sofofa) es
indignante para nosotros. El quería vernos transformados en microempresarios
forestales y regalarnos plantas de pinos. ¿Acaso no se da cuenta
ese señor que los pinos y los eucaliptus les han chupado toda el
agua a nuestros suelos, han matado nuestros cultivos y oscurecido nuestro
cielo? ¿Que debajo de su bosque de pinos podemos arreglarnos para
jugar al palín, pero que el palo de la chueca no sirve si no es
de canelo o de otra madera nativa? ¿Por qué mejor no bonifican
la siembra de especies autóctonas?
Vuelve a intervenir Pedro Pichincura:
Según la idea de progreso huinca,
yo debería llevar a mi abuelita a vivir en un departamento en Las
Condes, cerca de un mall, en un vigésimo piso. Pero hago eso y ahí
mismo se me muere mi abuela. A noso-tros la asistente social nos decía
que vivíamos en la prehistoria, porque nuestra casa es de piso de
tierra y porque mi abuelo andaba con ojotas en pleno invierno. Ponerle
zapatos a mi abuelo no es progreso. Una casa huinca, tampoco.
Yo soy mandao, Nahuel
Don Seferino Nahuel vive en la comunidad
de Temulemu, otra de las que se enfrenta a Mininco. Tiene 63 años,
es evangélico ferviente, como muchos de sus peñi o hermanos.
No desprecia los zapatos y quisiera tener una buena casa, agua potable,
electricidad.
Hasta los doce años, yo no conocí
chala. A esa edad empecé a trabajar y por ahí me compré
unos zapatitos. Así, de a poco, nos fuimos civilizando, eso hay
que decirlo. Pero poco progreso nos llega a nosotros. El año pasado
pusieron los postes para que tuviéramos luz eléctrica, pero
conectarse cuesta ciento veinte mil pesos por familia, y aquí nadie
tiene para pagar esa plata. Así es que ahí están los
postes de adorno. ¡Acompáñeme, venga a ver lo que le
pasó a mi triguito! pide, con desesperación.
La siembra prosperó, pero no
dio grano. Atentaron contra ella la sequía más severa de
las últimas décadas y el efecto de las forestales sobre el
medio ambiente. No hay mapuche que no culpe a las plantaciones de pinos
y eucaliptus de haber secado los esteros. Tanta es la falta de agua, que
semanalmente la municipalidad de Traiguén manda un camión
aljibe para llenar los estanques de las familias de la zona. En Temulemu
son noventa y siete, y todas viven apuros parecidos a los de los Nahuel.
Cuando yo era niño había
buena agua, mejor tierra, la cosecha era más natural. Estábamos
sometidos a menos deuda. Y no éramos tantos. Ahora hay familias
que tienen terrenos de cincuenta por cincuenta metros para repartir entre
seis hijos. Es el caso nuestro: la tierra mía no da ni para criar
un chancho. Y tampoco tuve la capacidad para que mis hijos fueran profesionales.
Ahora mi hija se quiere ir a Santiago a trabajar de empleada doméstica,
como ya han hecho los otros, porque aquí no hay trabajo, y a mí
me da mucha pena dice, apretando en su puño las espigas sin grano
de su fallida siembra.
El señor Poblete, director de
la Escuela GN 185 de Temulemu, no quiere opinar sobre la contingencia.
Pero sí accede a contarnos sobre el día a día de sus
noventa y tres alumnos y de sus padres.
La mayoría de la gente aquí
se dedica a una agricultura de subsistencia. Viven de eso y de trabajos
esporádicos, como el de temporeros. De repente, venden un chanchito.
Así se dan vuelta. Los niños asisten con cierta intermitencia
a clases. Influyen el clima y la distancia. Hoy, la asistencia fue de setenta
y tres. Y tenemos sólo hasta séptimo, porque son muy pocas
las matrículas para octavo.
Cinco profesores, cinco salas, tres
casas para los docentes, son progresos que destaca el señor Poblete.
Hace 16 años, cuando llegó, no había esas facilidades.
Tampoco tenían baño, sólo pozo negro. Y se congratula
de que el 98, junto con el lonco de la comunidad, el ahora célebre
Pascual Pichún, hayan logrado que les ripiaran los ochocientos metros
de camino que, en días de lluvia, impedían el acceso de los
niños a la escuela. Son logros modestos, sin duda. E insuficientes
para lo que quisiera la gente.
En su parcela, don Seferino, parado
junto a su pozo desoladoramente seco, entra en el tema que el señor
Poblete prefirió soslayar:
Todo lo que está pasando es
por la necesidad. Yo recuerdo de niño que mi padre se pasaba la
vida yendo al juzgado, al tribunal de indios, para reclamar la tierra que
le habían quitado, y todos los grandes se llevaban en eso. Son muchos
los años de tratar por la buena, pero nunca conseguimos nada. A
mí no me gusta pelear. Yo le he dicho al mayor de Carabineros de
Traiguén que tenemos que dialogar, que la empresa, que el gobierno
nos tienen que escuchar. Y él me responde: Mire, Nahuel, yo soy
mandado, nomás, porque se da cuenta de que ésta es una cuestión
de justicia y necesidad. Hoy todos nosotros hemos decidido que entre morirnos
de hambre y morir peleando, es mejor hacerlo peleando.
Mosqueteando en el campo
Peleador
es Julio, al que conocemos en Temuco, en el Hogar de estudiantes. Cuando
sabemos que va a coordinar acciones a la casa del lonco de Temulemu, Pascual
Pichún, le ofrecemos llevarlo. Tiene 22 años, procede de
una comunidad cercana a Malleco y no da su apellido ni acepta fotografiarse.
Desde que terminó cuarto medio, se ha dedicado a la causa mapuche.
Ha estado en los conflictos en Ralco y va y viene por las comunidades como
un trabajador de terreno, según él mismo califica sus funciones.
Se vanagloria de ser quien descubrió a policías de civil
infiltrados entre los periodistas y asegura tener identificado al reportero
que habría inventado la existencia del famoso comandante.
Cuando ese gallo se aparezca por aquí,
entre todos lo vamos a palmotear, y no para felicitarlo. La gente está
aburrida de mentiras. ¿A ustedes los periodistas no les hacen clases
de ética? pregunta, belicoso.
Pero, al final, se ablanda y, durante
las dos horas que toma el viaje de Temuco a Temulemu, cuenta que estuvo
trabajando en una empresa de aseo en Santiago.
Me dediqué a limpiarle el sebo
a los huincas, y no lo haría nunca más. El desprecio, la
segregación, el racismo, incluso en los sectores populares, entre
gente tan pobre como uno, resulta tremendo. Y yo no soy cualquiera: mi
abuelo era lonco.
Al llegar a la casa de Pichún,
tras internarnos por caminos polvorientos, nos pide que nos quedemos abajo,
junto al quiosco de la Cola-Cola, que contrasta con los letreros de la
entrada, ultrafotografiados por los medios, en que se advierte: No entrar:
territorio mapuche. Baja con un ajado cuaderno en la mano, y junto con
indicarnos que el lonco no está, nos pide las credenciales y anota
nuestros datos quién sabe para qué.
Al día siguiente, el lonco de
Temulemu se muestra mucho más cordial que Julio. María Coñonao,
una de sus dos esposas (un lonco tiene el privilegio o el tormento de la
poligamia), nos dice que anda por allá por el bajo a la siga de
un chancho. Lo encontramos en la casa de un vecino.
Pascual tiene 44 años y es mucho
más cálido, elocuente y conciliador de lo que se lo ha visto
por televisión. Sin problemas, accede a hablar de su comunidad.
Sólo uno de nuestros jóvenes
ha logrado entrar a la universidad. Los demás han emigrado por falta
de trabajo, y son pobres entre los pobres de la ciudad. Cuando llegaron
las forestales, nosotros las miramos positivamente. Yo mismo trabajé
en Mininco en la época de plantación, pero hoy nos damos
cuenta de que su presencia aquí es una derrota. No dan trabajo a
los mapuches. La poca mano de obra que requieren la traen desde otras partes.
Y, a medida que las plantas fueron creciendo, la tierra empezó a
secarse, el agua desapareció o se ensució con los químicos
de las fumigaciones. Hoy nuestra tierra es poca y no sirve, cosa que hace
tiempo nos habían advertido nuestras machis. Ahora debemos recuperar
la que nos quitaron para volver a ser lo que éramos.
Y en el supuesto de que la recuperen,
¿qué planean hacer con ella?
Todavía no es tiempo de pensar
en qué hacer. Primero tenemos que recuperarla.
Pero hablando con los jóvenes
mapuches universitarios queda la sensación de que la quieren para
seguir viviendo como siempre, rechazando el progreso o la idea de hacer
algo productivo con ella.
La educación es útil,
pero son los porrazos los que más enseñan. A ellos les falta
experiencia. Y quizás tienen esa visión, porque se dan cuenta
de que al pueblo mapuche nunca se lo ha escuchado. Y ahora sienten que
luchando, por la fuerza, recién las autoridades nos están
atendiendo. Pero a todos nos interesa vivir mejor.
El lonco se toma en serio la misión
de mostrarnos la comunidad. Nos lleva donde María Ancamilla, la
machi local, la que le anunció el desastre y la que, pese a los
palos que ha recibido en los enfrentamientos con carabineros, asegura que
la tierra será recuperada. Lo que será más difícil
de revertir, pensamos nosotros, mientras ella toca el cultrún junto
a su rehue, es la falta de estudios de sus nietos.
Juan y Pedro, de 10 y 12 años
respectivamente, en este tiempo se las arreglan mosqueteando, como la mayoría
de los niños mapuches que no van a la escuela. En Traiguén
pagan entre 50 y 80 pesos por el kilo de rosa mosqueta. Y ellos en un día
logran llenar un saco de veinte kilos, lo que es un ingreso significativo
para su familia. Así es que de estudiar, nada.
Es hora de almuerzo en Temulemu. Y
hora de noticias en casa de Pascual Pichún, quien se las arregla
con una batería para hacer funcionar el televisor que lo mantiene
informado. Actualmente, no es raro que él o alguno de los otros
loncos aparezcan en pantalla, y eso hace aún más vital ser
parte de la aldea global. Lo mismo pasa con el celular. Asegura que tiene
uno desde mucho antes de que surgiera el conflicto y que lo paga con su
esfuerzo.
El líder de una comunidad debe
velar por los suyos y contar con teléfono en algunos casos es importante
responde, sin enojarse. Pero en su casa está Julio, el trabajador
de terreno, desconfiado de la prensa, y el lonco se ve obligado a hacer
un gesto de autoridad: pedirnos de nuevo las credenciales. Las mira. También
lo hace su mujer. El vecino que le vendió el chancho. Julio, de
nuevo. Comentan cómo salimos en la foto. Nos vamos.
No queda otra
Por la tarde, tras remontar una cuesta,
aparecemos en la vecina Didaico, comunidad afortunada, porque cuenta con
la bendición de un río, que desgraciadamente no se utiliza.
Allí, volvemos a toparnos con Julio. Esta vez anda con Segundo Norín,
el lonco de esta otra comunidad en conflicto. Vienen de la casa de Pichún,
en una camioneta llena de gente, por estos caminos polvorientos y sinuosos
en que no dejan de circular los camiones cargados con pinos. Desde que
empezó el conflicto, los líderes se pasan la vida en reuniones.
Y aseguran que no pueden andar solos. Los tienen amenazados, afirma Eliana
Catrinao, 31 años, mujer de Norín.
Y, pese a la bucólica placidez
de estos parajes de lomas suaves, la evidente presencia de Carabineros;
los bosques de pinos quemados que aparecen de tanto en tanto; los terrenos
talados en otros sectores; las alambradas en torno a lo que todo el mundo
llama el Fuerte Cerrillos, donde Mininco tiene su centro de operaciones
de tala, hacen patente que aquí la tranquilidad es pura apariencia.
Don Huenchul Nahuelcura, presidente
de Temulemu (autoridad elegida, a diferencia del lonco, que se impone por
carisma), más proclive a negociar la compra de tierras a través
de la vilipendiada Conadi, es crítico de este clima de guerra. El
quisiera recuperar por la buena lo que, como todos, siente le fue usurpado.
Pero eso no quita que, como todos,
su único propósito sea recuperar lo perdido. Y en esta batalla
los que definitivamente no entran son los que buscan sacar otro tipo de
ventaja del conflicto. Viejos y jóvenes, conciliadores y belicosos,
abominan por igual de los políticos, las oenegé, las infinitas
agrupaciones urbanas que dicen luchar por el pueblo mapuche y hasta de
la Iglesia.
El nombre de Aucán Huilcamán
provoca en todos nuestros entrevistados un gesto de desprecio. Muchos sienten
que ha utilizado la causa mapuche para sus propios intereses. E incluso
su sobrino, Alfonso Reimán, que trabajó con él en
un primer momento, cuando ambos pertenecían a Ad Mapu, hoy se declara
desilusionado.
Nuestras demandas superan los planteamientos
políticos, las reivindicaciones sociales. No estamos luchando por
un sueldo digno, queremos que se nos reconozca como pueblo y que se nos
respete en todas nuestras particularidades culturales, que no se nos trate
de asimilar a una cosmovisión que no es la nuestra, porque eso no
es otra cosa que tratar de destruirnos.
Y surge de nuevo el tema del concepto
de desarrollo y progreso para los mapuches, que se contradice tan fuertemente
con el de los huincas:
Cuando nosotros pensamos en desarrollo,
no estamos pensando en consumismo. Quizás si plantamos pinos ahora,
en veinte años tengamos mucha plata y muchos objetos. Pero, ¿qué
poseeremos en términos de recursos naturales y calidad de vida?
Vamos a estar más pobres, porque esta tierra que era fértil
se habrá convertido en un desierto. Esto no quiere decir que queramos
seguir trabajando los campos en un esquema de subsistencia. No. Lo explico
con un ejemplo: nosotros conciliamos el celular y el kul-kul, que es ese
cacho con que nos llamamos para las convocatorias. Esto significa que creemos
más en el cultivo del chícharo y de la rosa mosqueta que
en el de los bosques de pinos.
Es cierto. Además de la labor
por la recuperación de tierras, en Lumaco, los Reimán, a
través de la Comercializadora de Productos Mapuches, compran chícharo,
mosqueta y cera de abeja a los agricultores de las comunidades. Esto ha
contribuido a subir los precios que los demás empresarios pagan
por estos productos, y ha desarrollado el cultivo de esta leguminosa el
chícharo que se exporta a España. Una nota esperanzadora,
que no impide, sin embargo, que la lucha por la tierra sea hasta las últimas
consecuencias.
Sabemos que lo que estamos haciendo
tendrá un costo. Que habrá gente detenida, juzgada y hasta
desaparecida, pero no nos queda otra.
¿Y ese no queda otra incluye
la quema de bosques, la violación de la propiedad privada, la violencia?
Quien no conoce la permanente actitud
antimapuche de los particulares y de los empresarios, difícilmente
puede entender que lo que ha habido aquí es una reacción.
La gente de aburrió de los abusos, y es muy difícil controlar
la violencia y la agresividad de quien ha sido siempre maltratado dice
Reimán, sellando contra lo que él mismo quisiera un pacto
de agresión. |