Las
machas de Cañete se venderán en Europa, Estados Unidos, Asia;
en frascos de vidrio y con etiquetas cuyos diseños serán
mapuches. Es el sueño.
En Huentelolen (sector de esa comuna) y áreas cercanas, las comunidades
mapuches recolectoras de machas están empeñadas, desde hace
algunos años, en mejorar su nivel de vida adaptando su trabajo a
las condiciones de la economía mundial actual.
Son pescadores recolectores, unos entre tantos miles de chilenos que viven
del mar. Específicamente, son “taloneros”. Utilizan la antiquísima
y artesanal técnica de zafar los moluscos de las rocas a golpes
de talón. También son pescadores, de orilla eso sí,
y todavía pescan con caballo: atan a un equino una red y el jinete
guía al animal mar adentro, hasta que el agua le tapa las corvas,
le hace formar un semicírculo (parecido al cerco de los barcos industriales)
y enseguida, desde tierra, un grupo tira hasta llevar al caballar, jinete,
sierras, corvinas y congrios a la playa.
De paso, son los herederos de una cultura distinta, una cultura en que
se vivía el día, sacando de la tierra o el mar lo necesario
para comer esa jornada; elaborando la vajilla o viviendas con materiales
que proporcionaba el bosque, que también brindaba hierbas medicinales
si alguien enfermaba. Ese modo de vida se esfumó; es incompatible
con la realidad que enfrentan. Además, por románticas que
a los ojos de los visitantes puedan parecer sus prácticas de recolección,
no sirven ante la necesidad de dar más valor a sus productos, vender
en forma directa y mejorar sus deficitarias condiciones de vida. Se están
esforzando por cambiar y en su empeño son acompañados por
profesionales como Jorge Silva Acosta (38), ingeniero pesquero. El pertenece
a un pequeño grupo de profesionales que en la región -por
uno u otro rumbo- se vincularon a la pesca artesanal que inició,
hace años, proyectos de recuperación de recursos, reconversión
productiva y capacitación. A años de promulgada la Ley de
Pesca y Acuicultura y vigente el decreto de Areas de Manejo, medida administrativa
única en el mundo que busca recuperar bancos naturales de recursos
bentónicos y que las organizaciones de pescadores que las cuiden
y exploten, mejoren su nivel de ingresos y calidad de vida, estos técnicos
están cerrando una etapa de acompañamiento a la gente del
borde costero.
Jorge Silva es santiaguino. De niño escuchó extasiado historias
de buzos y pescadores, que relataban sus abuelos y tíos, que provenían
de la zona de Los Vilos. Fue la primera atracción por el mundo del
mar. Luego, en la época de la práctica profesional se introdujo
en lo socioproductivo con un proyecto de transferencia tecnológica
de la Pontificia Universidad Católica y la comunidad de Lenga. Trabajó
más tarde en granjas marinas y se movió laboralmente entre
Lota y Colcura ya vinculado al Servicio de Cooperación Técnica,
Sercotec. Un proyecto Profo le ligó a las comunidades macheras,
acción que le asustó emprender: “si bien tenía experiencia
en trabajar con comunidades de las más postergadas en términos
sociales, no me encontraba preparado para enfrentar problemas de índole
étnica, dudaba que me aceptaran. Pero empecé, en 1999. Me
informé mucho y me abrí frente a ellos... no ha sido fácil...
cuesta sacarles palabra, son muy introvertidos; en sus comunidades se evidencia
la pobreza, la postergación, el miedo y el temor a que los discriminen
y posterguen más. Yo iba con un proyecto de visión de empresa
occidental, pero advertí que chocaba con la visión del mundo
que ellos tuvieron por siglos y que, entre otras cosas, no les proyecta
hacia el ahorro, lo que es vital para hacer empresa. Pero hemos aprendido
unos de otros, tuvimos que compartir y concordar visiones. No puedo decir
que confían en mí, pero me escuchan y están convencidos
de que hay que emprender proyectos que se inserten en la economía
mundial”. Los proyectos que asesora Jorge apuntan a mejorar las técnicas
de comercialización de la macha y utilizar otros recursos del sector,
como las ranas, también en forma económica, ambiental y socialmente
provechosa.
Compromiso con el mar
Los pescadores no sólo tienden redes en el mar para capturar peces.
También “tejen redes espirituales que lo atrapan a uno”, asegura
el técnico marino, Luis Fuentes Castro (38). Vive en Talcahuano
y acompaña, desde hace cinco años, proyectos socioproductivos
a 100 kilómetros, en Llico, y más lejos aún, en Rumena;
aunque también en el cercano Dichato. Los largos trayectos en bus
desde y hacia las caletas los organiza como sesiones de estudio, preparación
de informes y planificación de actividades.
Oriundo de las tierras de Colchagua, en San Fernando, estudiar en la Universidad
Católica, cuando tuvo sede en Talcahuano, lo ligó para siempre
al mar. Ya en 1988 cuando hizo su práctica, dice, adquirió
un compromiso social que comenzó a realizar impartiendo capacitaciones
en caletas de la Cuarta, Quinta y Octava regiones. Formó parte del
equipo técnico de la Federación Regional de Pescadores Artesanales,
y le marcó contribuir a elaborar una política de desarrollo
del sector. Con el espíritu muy abierto comenzó el proceso
de enseñanza-aprendizaje, típico de alguien que va a capacitar
a personas con experiencia, con historia de vida, con “hazañas”,
como las define Luis: “me gusta escuchar a los más viejos y ver
que tienen sueños, y que sus hijos comparten las esperanzas. Han
sufrido mucho, pero se esfuerzan mucho y uno, al planificar el trabajo,
empieza a soñar con ellos”. Sus asesorías, también
con fondos de Sercotec, apuntan a desarrollar proyectos productivos, de
fomento de la “empresarización” del mundo pesquero artesanal, pero
todo comienza con el necesario cambio de visión de mundo y actitud
ante la vida, porque los pescadores son, por naturaleza, individualistas
e inmediatistas y eso no funciona para hacer empresa y dar valor a la producción.
En Llico los esfuerzos apuntan a obtener el mejor aprovechamiento posible
de los locos y otros recursos de su Area de Manejo. Junto con ello lograron
crear un liceo pesquero que el año próximo comenzará,
en tercero medio, la especialidad de acuicultura y pesca. Por ahora, los
jóvenes se esfuerzan por cursar enseñanza media: “unos 15
alumnos son pescadores. Bucean todo el día a 20 metros de profundidad,
extrayendo navaja, el recurso estrella del sector. Llegan entumidos a las
casas, pero beben un jugo, comen una galleta, se cambian ropa y van a estudiar.
Si son capaces de hacer eso, no dan ganas de dejar de apoyarlos...”. Tanto
en estas localidades araucanas como en Dichato, los esfuerzos apuntan a
manejar bien las áreas y cultivos y avanzar en la idea de una red
costera de granjas marinas, que permitan hacer circuitos turísticos
en los sectores productivos. Para Luis, es inaudito que haya niños
chilenos que no conocen el mar y sueña con esas granjas para que
todos puedan navegar y “conocer el mar, fuente de la riqueza del mañana,
si los recursos se protegen bien. Me dolió cuando una vez invitamos
a unos niños pehuenches y dijeron ‘que grande es esta laguna’, refiriéndose
a la bahía de Dichato. Es una falla de todos nosotros que alguien
no conozca el mar”.
Del agro a la pesca y el turismo
Cuatro
años hace que Bladimir Castillo Rodríguez (38), tecnólogo
en Recursos del Mar e ingeniero en Administración Pública,
trabaja en asesorías en isla Mocha.
Es la “oveja azul” de su familia, que está relacionada al agro,
a lo forestal y la ganadería, en la zona de Los Angeles. A él
le gustó el mar y, más específicamente, la acuicultura.
Su práctica la hizo en Chiloé, y después trabajó
todo un año como patrón de lancha artesanal, en Calbuco.
Ingresó enseguida al Instituto de Fomento Pesquero y anduvo dos
años embarcado en gigantescos pesqueros de alta mar.
Después asumió una jefatura provincial, en Valdivia y Osorno,
del Servicio Nacional de Pesca y allí se le despertó el interés
social, afinó su espíritu aventurero y comenzó con
las asistencias técnicas. En isla Santa María estuvo un año.
Después llegó a isla Mocha y “me enamoré de la isla”.
La gente de la isla está empeñada en explotar bien su Area
de Manejo, mejorar el bosque, construir un museo, concretar gestiones para
exportar loco y desarrollar actividad turística. Desde que llegó
Bladimir al Area de Manejo, ésta se consolidó como actividad
económica estable; se han comprado equipos electrógenos,
hay celulares por todos lados, dos o tres cabañas con capacidad
para 40 camas son una incipiente oferta de apoyo al turismo. Para Bladimir
el rápido avance se debe a que “no son enteramente pescadores sino
agropescadores y, sociológicamente hablando tienen mayor capacidad
de espera y paciencia que el pescador neto”.
Sin embargo, a los seis meses de llegar a la Mocha, Bladimir estaba desencantado:
llegaban siete u ocho personas a las reuniones aunque peregrinaba de casa
en casa buscando convencer de que había que organizarse y sacar
adelante un proyecto. Tenía que caminar 15 kilómetros desde
la pista de aterrizaje a la casa del dirigente que le recibía, incluyendo
una noche de espera a mitad de camino antes de cruzar la montaña.
Aunque no le importaba, significó mucho que le empezaran a ofrecer
locomoción. Hoy la asistencia a las reuniones nunca es menor a 150
personas y termina con alguna convivencia, además. Bladimir se considera
un mochano más, está feliz y ha afirmado su convicción
de que “no es tipo de oficina, sino de andar en lancha, en barco, en la
caleta. No puedo estar dos o tres horas sentado”. Dice que la experiencia
de terreno es insustituible en la elaboración de proyectos y que
quienes trabajan como él reconocen de inmediato las propuestas “que
son elaboradas en oficina, por personas que desconocen la realidad. Hay
que juntar teoría y práctica”.
Como todos, ha hecho un arduo camino para abrirse paso y ser aceptado como
profesional y persona por parte de los pescadores. Para eso hay que tener
flexibilidad, perseverancia y paciencia, explican los “afuerinos”, además
de validarse ante las comunidades que, sólo entonces invitan a sus
casas, a compartir una fiesta o permiten acompañar en un duelo.
Es parte del proceso del desarrollo integral de las comunidades pesquero
artesanales, un mundo complejo que se abrió a la modernidad. |