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Editorial
Martes 18 de marzo de 2008
Dado que la mayoría de los indígenas vive hoy en las
ciudades, es absolutamente necesario revisar el sesgo pro rural de nuestra
política en tal sentido.
ENA VON BAER
Directora del Programa Político Libertad y Desarrollo
Después de 17 años de tramitación, hace algunos días
se aprobó el Convenio 169 sobre derechos de los pueblos indígenas,
de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Desde el Acta
de Nueva Imperial, firmada por Patricio Aylwin, la aprobación del
Convenio forma parte de la agenda de la Concertación. Sin embargo,
a pesar de la relevancia que se le ha dado, su aprobación puede transformarse
en una nueva frustración de los anhelos de nuestros pueblos indígenas.
Esto porque, dado el fallo respectivo del Tribunal Constitucional, las normas
del Convenio no son autoejecutables. Por lo tanto, para que se apliquen se
requerirán modificaciones legales. Por otra parte, cabe preguntarse
si el enfoque del Convenio responde a la realidad que viven los pueblos originarios
hoy en Chile. El documento profundiza la dirección que adquirió la
política indígena desde los inicios de los gobiernos de la
Concertación. De hecho, al introducir el concepto territorio subraya
la idea de que la base de la conservación de esta cultura es la tierra
y la vida en comunidad.
Sin embargo, la realidad indígena chilena está marcada por
el hecho de que la mayoría de ellos (65%) vive en las ciudades (Censo
de 2002). En tanto, la población pobre es mayor (19%) entre los indígenas
que en el resto de la población (13%) y tienen menor nivel educacional.
Respecto de la tierra, los mapuches, etnia mayoritaria (87%), sienten que
el país les debe una reparación (91%), la que basan en que
una de las prioridades del Gobierno debiera ser la recuperación de
las tierras ancestrales (35%). (Datos Encuesta CEP.) Sin embargo, igualmente
relevante es la preocupación por la pobreza (34%), seguida por la
educación (30%) y el empleo (27%).
En tanto, un estudio realizado por Libertad y Desarrollo muestra que la probabilidad
de que un hogar indígena caiga bajo la línea de pobreza disminuye
entre un 66 y un 69% si un integrante adicional tiene empleo, y entre un
31 y 33% cuando el jefe de hogar tiene educación media completa. Un
factor que no se debe olvidar es que una amplia mayoría de los mapuches
(88%) está preocupada por la pérdida de su cultura. Sin embargo,
su conservación no la ven ligada a la tierra, sino a su lengua (52%).
La frustración de los indígenas frente a la promesa que significaba
la aprobación del Convenio parece entonces segura. Por una parte,
puede que no exista voluntad política para aplicarlo. Por otra, si
se implementa, dada la realidad indígena descrita, no significará un
avance. La salida de este dilema sería que su aprobación signifique
la desaparición de un obstáculo que entrampaba la posibilidad
de hacer una necesaria y desprejuiciada revisión de la política
actual en esta materia.
Dado que la mayoría de los indígenas vive hoy en las ciudades,
es absolutamente necesario revisar el sesgo pro rural de nuestra política
en tal sentido. Sin embargo, hay que hacerse cargo de la importancia simbólica
que tiene la tierra para los pueblos originarios. Pero existen mecanismos
que permiten conservar territorios indígenas sin cercenar su derecho
a propiedad, situación que actualmente limita sus posibilidades de
desarrollo. Debiéramos permitir que sean los propios indígenas
quienes decidan si quieren poner sus tierras bajo un estatus de protección
especial, si quieren mantenerlas en comunidad o prefieren regirse por el
derecho común. No es presentable, como lo hace la legislación
actual, que se les imponga la forma en que deben vivir sus vidas. Por otra
parte, y escuchando a los propios indígenas, debemos poner énfasis
en la educación y el empleo para que puedan participar igualitariamente
del desarrollo del resto del país, ya que éste, acompañado
de instancias de apoyo para la conservación de la cultura, será un
camino más apropiado que el actual inmovilismo para detener el proceso
de pérdida cultural.
Adicionalmente, debemos revisar su actual institucionalidad, que, al mezclar
en la Conadi la representación indígena con un servicio público
que responde a las prioridades del Ejecutivo, entrampa la aplicación
de esta política. Una representación indígena autónoma
y la descentralización de las políticas respectivas en los
municipios pueden ser un camino que responda de mejor manera a las diversas
realidades que enfrentan estas etnias a lo largo del país. Por el
bien de nuestros pueblos indígenas, esperemos que los próximos
anuncios del Gobierno se basen en la realidad y no en prejuicios ideológicos.